sábado, 22 de marzo de 2008

ESTAMPA: El coche guanche

Por Jorge A. Chávez Silva, “Charro”
Era una costumbre en el pueblo, siempre había en el barrio una familia que engordaba un cerdo para la fiesta. Todo el vecindario colaboraba en el afán. Las dueñas de casa ordenaban a la hija después de haber lavado la vajilla:
-Oite, Susanita, llévale ese balde de agua sucia a doña Hermelinda pa´su chancho.
Con tan desinteresada colaboración el porcino engordaba que era un contento.

Niña, ¿zarca?, shilica con el susodicho animal como telón de fondo (Foto Charro)
Llegaba el tiempo de la fiesta y el puerco se había convertido en un paquidermo gigantesco. La dueña llamaba a consejo de familia y luego de una votación democrática y sin más trámite, se decretaba la muerte del cochino.
El día señalado había gran trajín por toda la casa. Los hombres habían ido temprano al bosque de la pampa grande y ya retornaban portando grandes ramas y chamiza de eucalipto, las mujeres rondaban en torno a enormes ollas que sudaban en los fogones cocinando el mote, y broncíneos peroles refulgían en las tullpas. Los más viejos escanciaban la chicha de los urpos y bebían para prevenir la pateadura del coche.
En la hora de la verdad hacía su aparición un tipo delgado, viejo y hablador –era el matarife-. Saludaba atento y zalamero a los presentes y brindaba con ellos sendos vasos de chicha. Luego, como en un ritual misterioso, extraía de entre sus ropas un enorme y filudo cuchillo, al que, como quien conversa, aguzaba en un chungo. Luego, con la destreza digna de “El Viti”, encarábase al porcino propinándole certera estocada. El animal entre chillidos y aspavientos pasaba a mejor o peor vida.
Prestas las mujeres acudían con sus cazos a recoger la sangre que manaba del enorme cuello del animal. La sangre es un ingrediente importante en la elaboración de los rellenos y salchichas.
En extraña procesión, el cerdo era conducido a un punto del patio en donde lo cubrían con las ramas y chamiza y le prendían fuego para eliminar la cerda de la piel. Un acre olor, muy caro al olfato celendino, inundaba el ambiente. En las casas adyacentes, los vecinos que habían escuchado los chillidos del animal, husmeando el aire comentaban:
-¡Ve! Doña Hermelinda ya lo mató al coche.
Una vez chamuscado, lo lavaban chuya chuya con agua caliente y lo raspaban con machetes eliminando todo resto de cerda. Todo este proceso había inflado al chancho hasta dejarlo redondo como una bola. Le metían una piedra en el hocico para que no cargue el humor. Cortábanle luego la cola que servían al matarife como premio a su faena.
Con una reata lo colgaban en la viga más fuerte y allí quedaba como un reo ahorcado. (Estas escenas tragicómicas eran usadas por los chapistas para maltratar al prójimo. Conozco a varios gorditos, coloraditos para más señas, cuyos sobrenombres eran precisamente “coche lavau”, “chancho crudo” o “coche aorcau”)
Le abrían el vientre y extraían las vísceras, que, cortadas en pedazos, iban a parar en los peroles que rechinaban de calientes. Las tripas eran separadas para salchichas y rellenos y luego procedían literalmente a sacarle la piel a tiras y las ponían a secar para carapshos, la grasa subcutánea era cortada en lonjas y se derretía en los peroles convirtiéndose en la preciada manteca.
Todos los muchachos del barrio esperábamos impacientes la extracción del copocho que inflábamos a guisa de pelota y en el espacio más cercano nos trenzábamos en interminables y disputados partidos de fútbol que concluían cuando el “esférico” quedaba convertido en un guiñapo sucio y desinflado.
Este complicado proceso de beneficiar al chancho proseguía en medio de densos olores y profundas libaciones de chicha y aguardiente que tenían para mí mucho de telúrico y mágico. Fatalmente, esos efluvios me saturaban y, sin haber probado siquiera un chicharrón me sumergían en un terrible suplicio en el que se alternaban vómitos, eructos negros y horribles cólicos que terminaban con mis pocas energías.
Mi dulce abuela me miraba con sus ojos de miel y acariciando mi cabeza comentaba:
-¡Bah! A este cholito ya lo pateó el coche… mañana ya pué que coma sus chicharrones.
Lo único que deseaba en esa terrible velada, era que sufrieran también tal pateadura todos los malévolos vecinos que habían contribuido al encebamiento de tan funesto bicho y que a esas horas estarían comiendo alegremente el “frito” que, con mote y papas revueltas, mi abuela les envió.

1 comentario:

Joseph Affonso Xaxo dijo...

Un /coche/ es un cerdo pero un /coche guanche/- ¿qué significa?.

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