domingo, 6 de julio de 2008

ESTAMPA: ¿Maestros...? Los de antes

Por Jorge A. Chávez Silva, “Charro”
Don José fue un maestro que dejó huella. Era un maestro de viejo cuño, para quien la didáctica y la pedagogía eran pamplinas, o poco menos. Su filosofía en educación se reducía a una sola verdad: “LA LETRA CON SANGRE ENTRA”.
Era don José un tipo bajo, regordete y de gesto adusto, vestía terno y corbata a la usanza de los viejos maestros y unos gruesos lentes de carey marrón oscuro. Por su apariencia, el zumbón pueblo shilico le había puesto el remoquete de “Torocuro con lentes”. Al maestro no le hacía ninguna gracia el apodo y ¡guay! del que osara decírselo aunque sea a hurtadillas.

Magisterio celendino de los años cuarenta, sentados de izquierda a derecha: (NN) Zulema Cachay, (NN), (NN) y Manuel Centurión. Parados en el mismo sentido: Carmen Barrantes, Zoila Sánchez Merino, Saúl Silva Sánchez, Francisca Aliaga Chávez, Odilia Villanueva Cachay y Carmen Pérez Chávez.
Tal parece que los escolares de las generaciones del treinta y cuarenta eran cerrados de totuma, porque, según hemos oído, los castigos eran frecuentes en esos años y eran legendarios los “burros” de la época, sempiternos inquilinos de la escuela, la que abandonaban por exceso de edad y muchas veces sin provecho alguno.
Esto daba pábulo a que el maestro José aplique su terapéutica, sobre todo cuando tocaba la lección de la tabla de multiplicar:
-¿Ocho por ocho?
-Carnero mocho -contestaba el medroso rapazuelo refugiándose en la rima.
Entonces, don José, muy a su pesar, hacía cargar al bergante por otro muchacho más alto y a punta de varillazos le refrescaba la memoria desde las posaderas.
***
La severidad de don José era legendaria y ponderada por los agradecidos padres de familia que no se dolían así les volaran un ojo a sus hijos ¿Por qué, pues? Seguro que merecido se lo tenían por haraganes… ¡dichosos tiempos aquellos!
-Mi cholo ha salido marrajo, no quiere estudiar y anda en malas juntas- se quejaba un padre.
-Matricúlalo con el maestro José- recomendaba un agradecido vecino.
Nadie como él para enderezar el árbol torcido. Su sola presencia ponía los pelos de punta a los alumnos. Las algazaras del aula en su ausencia se trocaban en sepulcral silencio en cuanto aparecía.
En el fondo don José no tenía mala intención. Creía firmemente que con su método sus alumnos saldrían del limbo de la ignorancia y serían personas de provecho. Fueron muchas las generaciones que pasaron por el aula del viejo maestro y seguramente hasta ahora recuerdan con nostalgia esa cariñosa severidad.
***
Que la madera antigua es mejor que la actual es un asunto que no admite duda. Lo prueba el hecho que don José murió nonagenario y en pleno uso de facultades, conservando incluso la apariencia que lo caracterizó. En una reunión de paisanos en la capital, varios de sus ex alumnos se acercaron a saludarlo y, con la confianza que otorga esa vieja camaradería entre maestro y alumno, le preguntaron:
-Maestro, ahora que han pasado las cosas y ya somos viejos, díganos ¿por qué nos pegaba tanto?
-Les pegaba, pues, para que sean lo que ahora son-respondió don José.
El “coche” Diego, luego de breve autocrítica, dijo convencido.
-Pues a mí me ha pegado por las puras alverjas, porque lo que es yo… ¡NADITA PUE SOY...!

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