miércoles, 7 de octubre de 2009

PEQUEÑA HISTORIA: La "Belle Epoque" de Celendín

Por Jorge A. Chávez Silva, “Charro”
Las primeras décadas del siglo XX marcaron el apogeo de Celendín como pueblo. La fisonomía del pueblo se definió con su arquitectura característica de amplias casonas con zaguanes y patios floridos que formaron el famoso tablero de ajedrez, único en la serranía del norte peruano con sus balcones y portones de dos y tres hojas, con su acequia de desagüe en el centro de las calles y sus pilones de agua en las esquinas.
Fue la época de la irrupción de los muebles vieneses de esterilla y maderos curvados de color negro en los salones de los hogares, de la música de Enrico Caruso en discos de carbón y las victrolas a manivela, del alumbrado a gas en farolas colocadas en las esquinas céntricas, de los almanaques escarchados en alto relieve, del apogeo de la fortuna de los ricachones celendinos como don Augusto G. Gil, de don Rafael Cachay y don Sixto Quevedo, del auge del sombrero como industria que se vendía en varios lugares de la república, llevados a lomo de mula en las famosas arrierías hacia el oriente.

Bellas damitas, cuya identidad desconocemos (Foto Cortesía de Javier Chávez Silva)

La gente vestía con suma elegancia: las señoritas con vaporosos trajes y peinados primorosos, los señores con relojes “Longines tres estrellas” con leontinas de oro o plata colgando de los bolsillos del chaleco de casimir inglés y bastón como signo de distinción, corbatas mariposa y sombreros de paño o saritas de ala rígida. Para el recuerdo se fotografiaban en el estudio de los hermanos Díaz.
Todos los celendinos tenían parentesco entre sí y aún no había empezado la diáspora que desangró a Celendín. Las visitas familiares de los jueves eran una costumbre que contribuía a la sociabilidad e identidad familiar. En ellas se bebía el clásico chocolate con queso y los tradicionales dulces caseros y se renovaban las pequeñas historias y anécdotas familiares.
La producción de los valles circundantes era óptima y la vida era barata, del Marañón llegaban exquisitas frutas en tercios amarrados con shingues, y de Llanguat la chancaca en tongos de bagazo y el aguardiente en barriles de madera para consumo interno. Se importaban productos diversos como vinos españoles y sardinas portuguesas, máquinas de coser “Singer” y herramientas alemanas. Las tiendas comerciales del Jr. Dos de Mayo estaban en manos de celendinos.

Teófilo Chávez Pereira, un joven elegante de la época. (Foto cortesía de Javier Chávez Silva)

Se construyó entonces la municipalidad tal como hoy la conocemos y la rotonda para la banda de música para las retretas. El cemento aún no invadía calles y veredas que lucían empedradas. La extensión del pueblo no pasaba del río Chico, de la quebrada Miraflores en Colpacucho y en San Cayetano hasta la quebrada Chacarume. La Feliciana era un barrio apartado que se visitaba los domingos por la feria ganadera y en julio por las corridas de toros. Ir hasta allí era una especie de paseo campestre en donde se gozaba de la brisa alcanforada del bosque o bajo la sombra de “la Concertina”.
Los notables de Celendín intentaron por entonces la creación del Departamento del Marañón, con la ciudad como capital, en el que se integrarían, además de los distritos actuales, provincias como Bolívar y la parte de Amazonas adyacentes las riveras del Marañón en las cuales es patente la influencia celendina. maniobras cajamarquinas en el parlamento impidieron esta justa aspiración que hubiese significado otro destino para nuestro pueblo.
Los tiempos pasaron y de la “Belle Epoque” celendina solo quedan añoranzas preñadas de nostalgia y fotografías hermosas como las que publicamos.

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