domingo, 7 de febrero de 2010

ESTAMPA: LA ARAÑA

Por Jorge A. Chávez Silva, “Charro”
Cada vez que un nuevo shilico daba su primer berrido en este valle de lágrimas, el padre religiosamente recurría al santoral de la iglesia para nombrarlo y lo anotaba en alguna hoja de la vieja Biblia familiar. Habrán tenido ustedes la oportunidad de leer entre versículos:
“Eustaquio nació el 12 de febrero de 1893” o “Eufrasia nació el 5 de mayo de 1895”
Y así, por obra y gracia de este santoral que traía el Almanaque Bristol, abundaban en el pueblo los Celestinos, Leoncios, Cupertinos, Romualdos, Quintines, Quintilianos, Serapios, Procopios, Prósperos, Anastacios, Nazarios, Efraínes, Concepciones, Circuncisiones, Lázaros, etc., y entre las mujeres los nombres terminaban en “Inda”: Hermelinda, Rudecinda, Florinda, Hormecinda, Fredesvinda, Teodolinda, Olinda, etc.

De como La Araña se convirtió en...

Con el arribo del Siglo XX, la moda de los nombres de pila cambió, se retornó a los nombres clásicos y así aparecieron los Termópilos, Arístides, Aquiles, Milcíades, Nicodemus, Rómulos, Alcibíades, Orestes , Petronios, Temístocles, Pericles, Ovidios, Silas, Aníbales, etc. Hubo como es de esperar algunos nombres aislados que parecían sacados de la carpeta de Judas:
-¿Cómo te llamas, niño?
-Baltazar Antiportalatino, para servir a usted.
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Existen en nuestra provincia familias que tienen fundadas o infundadas pretensiones de nobleza. Aún inédita permanece la obra de don Perseo Pereyra, quien, en una de sus crónicas habla de los vástagos que testas coronadas de Europa han desparramado por Celendín. Menos mal que la mayoría ignora esta situación, y los que la saben, no se atreven a sacarla a relucir por miedo al ridículo, sino se iría al traste toda la democracia e igualdad de la que tanto nos ufanamos los shilicos.
Don Teófilo II (dos palitos, como decía la gente), era en la primera mitad del siglo XX un mediano comerciante y se llamaba así porque sus progenitores, descendientes anónimos de la nobleza portuguesa, encontraron natural, aunque sin feudo, ni ducado, ponerse un Regis Nómine y, si hubo un Teófilo I (un palito), tendría lógicamente que haber un Teófilo II, legítimo heredero en línea recta de los títulos y pergaminos familiares, para quien reclamaron como súbditos convictos y confesos a los shilicos, a algunos de los cuales no le venía mal la idea de una monarquía independiente.
Tenía una distinción innata, tez sonrosada, ojos azules, cabellos claros y finas maneras. De clara inteligencia y conceptos avanzados, era un hombre que se adelantaba a su época y era además un nasho como pocos los hubo en Celendín, se hacía llamar “El Tigre”, “Director de bandas populares”, “Rubito, de guaje, palmas y caja adentro”. En ese entonces, en que nadie se atrevía a decir ni chus ni mus por miedo a los mandamáses, él tenía los arrestos suficientes para denunciarlos sin temor.
Tenía una tienda comercial en la calle del Comercio llamada “La Campana”. En la puerta colgaba un pizarrín que usaba a manera de periódico mural con el nombre de “La Araña”. En sus cotidianas ediciones, don Teófilo II se ocupaba en despotricar de las autoridades locales y de los notables: el Subprefecto, el Alcalde, El Inspector de Educación, el Presidente de la beneficencia, el Párroco, el Sargento o cualquiera que vista chaleco y ostente leontinas en los bolsillos, eran blanco de sus puntiagudos y certeros dardos. Don Teófilo II no escribía con pluma, sino con bisturí
“Pueblo chico, infierno grande” reza el refrán, y nada más certero en lo que a Celendín se refiere; sobre todo en ese tiempo en que no había las distracciones de ahora. El deporte favorito de la gente era escarbar en la honra ajena y fomentar el chisme travieso y mal intencionado. Los paisanos acudían en tropel a “La Campana”, so pretexto de comprar cualquier cachivache a reírse de las diatribas y anatemas que don Teo lanzaba desde las ponzoñosas páginas de “La Araña”.
-¿Qué el inspector de Educación nombró como maestra de escuela a fulana de tal y la acompañó a darle posesión de cargo durante dos días con sus noches ¿Por qué será, ah?
-Que el señor subprefecto se tiró la bomba con el “Chimbombo” y el “Cárdenas” en su cantina del “Rempujao”, pues… palo con él.
-Que el presidente de la Beneficencia pública estuvo en conciliábulos con Rosel sobra la hacienda Guayobamba ¿De qué se trató en el asunto?
-Que el alcalde está ampliando la parte trasera de su casa, ¿qué cosa?, ¿de dónde michis, si la gata no pare?
Y así, otras lindezas por el estilo eran motivos para las críticas de don Teófilo. Sus afanes de poner el dedo sobre la llaga le había ocasionado no pocos problemas, pues como alguien dijo: “en un lugar donde no hay justicia es peligroso tener razón”. Pero él, sin amilanarse, seguía con su labor profiláctica. Consideraba un deber ineludible cuidar que no se abuse inmisericordemente de sus sufridos vasallos, que bastante tenían con sus problemas cotidianos.
Un día, las páginas de La Araña fustigaron de tal manera al Subprefecto que prácticamente lo dejaron como shipuna. Este, al enterarse del contenido del pasquín, montó en cólera y ordenó al guardia “Mediobuche” que proceda al decomiso y reclusión del tal periódico… y, a la cárcel fue a parar La Araña, de cabeza, con ponzoña y todo.
El director responsable del vocero consideró el atropello como una flagrante violación de los derechos de libre opinión y prensa y movió cielo y tierra a fin de recuperar su periódico.
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El Siglo XIX, el de la patria en ciernes, fue turbulento y bárbaro, las disputas internas y externas menudeaban y atentaban contra la existencia de la patria misma; se guerreaba de lo lindo por quítame esta pajas. Parecía que la distracción favorita de los peruanos era el de poblar al otro mundo con prójimos que en la mayoría de los casos no se enteraban ni por qué. Los ejércitos de entonces estaban formados por “voluntarios” reclutados a la fuerza o por mercenarios y debido a las muchas penurias que soportaban, marchaban a la guerra con su mujer y a veces con sus hijos, quienes, abnegadamente los seguían como rabo por terribles caminos. Muchas páginas heroicas se podrían escribir para ensalzar la bravura con que se batieron estas sufridas mujeres a quienes el vulgo, despectivamente, dio en llamar “rabonas” y por extensión, a las esposas de los militares les llaman lo mismo.
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Cuando don Teófilo II, al cabo de una semana de recurrir a sus influencias y gastar en papel sellado pudo recuperar su pizarrín, consideró que el lapso de una semana de reclusión, algo pudo ocurrir entre “La Araña” y los cachacos de la comisaría, como los llamaba, dado que aquella y estos eran proclives a la concupiscencia y esto, naturalmente, ameritaba un cambio de nombre.
Al día siguiente. Cuando todo el pueblo, conocedor de las fricciones entre la autoridad y don Teófilo, acudió a leer la edición de reaparición, comprobó divertido que ya no se llamaba más “La Araña”.
Su Majestad, Teófilo II, cáustico como era y en uso de sus atribuciones reales, la había rebautizado con el nombre de:
“LA RABONA”

¡SOLANO OYARCE, DEVUELVE LA CALLE QUE LE ROBASTE A CELENDIN!

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