martes, 4 de septiembre de 2007

HISTORIA: A seis años de aquel 11 de septiembre...

Han pasado ya seis años desde el 11 de septiembre de 2001, día en que los fanáticos fundamentalistas de Osama Ben Laden lanzaron sus sorprendentes y criminales ataques contra las Torres Gemelas de Nueva York, el Pentágono y otros símbolos del poder en Estados Unidos. Decimos sorprendentes, por supuesto, no sólo por lo extrañamente desapercibidos que fueron sus preparativos, ni por sus impactantes resultados, sino por los desarrollos geopolíticos y estratégicos que los atentados permitieron, verbigracia la terrible guerra por el petróleo que Estados Unidos libra actualmente en Irak.
Dos semanas después, el 27 de septiembre de 2001, la revista Caretas publicó un artículo del escritor y periodista Alfredo Pita, artículo que luego fue citado por The New York Times. Al volver a leerlo no podemos dejar de constatar que lo que escribió nuestro paisano era justo y que las advertencias que hacía sobre el futuro no andaban descaminadas, todo lo contrario. CPM II se enorgullece de poder volver a publicarlo (NdlR).
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Caretas, Lima, 27 de septiembre de 2001

La Historia Sin Fin
La nueva guerra norteamericana

Escribe ALFREDO PITA *
TRAS la caída del Muro de Berlín, un catedrático norteamericano publicó, en 1992, un libro que contenía una teoría que pretendía ser profecía y que algunos medios académicos e intelectuales en América y Europa recibieron con gozosa admiración: "El fin de la historia y el último hombre". En resumen, el autor, Francis Fukuyama, decía que entrábamos en una era en que las luchas y conflictos heredados del pasado ya no tendrían lugar, puesto que el advenimiento de Estados Unidos como única superpotencia planetaria suponía el reino de nuevos valores, de una nueva civilización, por lo que la historia, tal como la conocíamos, había terminado. Poco antes, un consejero del presidente soviético Mijail Gorbachov había hecho una sibilina predicción: "les vamos a hacer (a los norteamericanos) un amargo regalo: los vamos a dejar solos como potencia mundial".
El pasado 11 de septiembre, Estados Unidos descubrió con horror que la historia no se había detenido y menos acabado. En medio de la bárbara masacre desatada por el terrorismo islámico, despertó a la realidad en que vive -más cerca del infierno que del paraíso- una buena mitad de la humanidad. Aquella mañana diáfana, en Nueva York, Washington y otros puntos, Estados Unidos salió brutalmente del ensueño. Y el retorno ha sido doloroso. Justo en momentos en que el gobierno del presidente George W. Bush evidenciaba veleidades aislacionistas, su voluntad de desentenderse de los graves problemas que azotaban a vastos sectores de la población mundial, cuando soñaba sobre todo con construir por fin el famoso "escudo antinuclear", bandas de asesinos armados tan sólo de cuchillos transformaron a modernos aviones civiles en mortíferas y gigantescas bombas que han dejado el saldo que sabemos: una hecatombe en la que miles de norteamericanos, europeos, latinoamericanos y asiáticos, gente de toda condición y origen, han sido sacrificados en nombre de causas, culpas y reivindicaciones con las que poco o nada tenían que ver.

La historia no ha terminado, pero el mundo ha cambiado y de qué forma
Cuando todo hubo acabado, superada la estupefacción inicial, la indignación y las lágrimas que en todo el mundo hicieron correr las escenas de horror vistas en directo -los desesperados gestos de aquellos infelices que pedían ayuda antes de lanzarse al vacío, y cuyo dolor, así como el dolor de sus familiares, nunca interesó seguramente a los enamorados de la muerte, a los terroristas suicidas que se erigieron en justicieros, en enviados y vengadores de Dios-, cuando todo terminó, digo, quedó flotando la pregunta: ¿y ahora, qué va a pasar?
La respuesta ya la tenemos al frente. Estados Unidos se ha lanzado a la caza de Usama Ben Laden (lo que nadie puede objetar), pero también amenaza con una guerra en la que más que los fanáticos talibanes y otros protectores del hiperterrorista, los que corren el riesgo de pagar con su sangre y sus vidas son los hombres, mujeres y niños de Afganistán, que, como si no hubieran tenido suficiente con la dictadura oscurantista de sus actuales amos, ahora deben preparase a recibir el fuego del Señor. ¿Quién creó a Ben Laden, y a los talibanes? ¿Y con qué designios? Son preguntas que vienen al caso, pero en las que no ahondaremos pues todo el mundo maneja ya las respuestas. Sobre todo en Washington, donde hay gente que hoy filosofa: "cría talibanes y..."
¿Quién no tiene algún buen amigo norteamericano que desmiente con sus ideas, su acción generosa y su conducta, todos los estereotipos y prejuicios que a través del mundo la gente se hace sobre ellos? El hecho es que, en esta hora luctuosa, en la que todo hombre de corazón limpio debe alcanzar su solidaridad y su compasión al pueblo de Estados Unidos, en esta hora en que, por otro lado, ya ladran los perros de la guerra, un deber de honestidad intelectual debe llevarnos también a ver las causas del odio y la violencia de que hemos sido testigos y que de no ser neutralizados amenazan con agravarse en proporciones apocalípticas. Nadie es inocente ahora de los males del mundo, y menos Estados Unidos. En esto radica precisamente el fin de ese ensueño, de esa especie de inocencia cultivada de que hablaba al comienzo, de ese aura impermeable que el pueblo norteamericano acaba de perder.
A los ciudadanos de la superpotencia mundial, los terribles "kamikazes" del martes negro les han traído a casa -sin que nada pueda justificar su gesto, por supuesto- algo de las pesadillas que viven, en forma más o menos confidencial, y sin cámaras de televisión ni diarios que den cuenta, miles y miles de hombres y mujeres de tantos rincones del planeta. Ha sido para ellos un siniestro bautizo, bañado con fuego y con la sangre de miles de inocentes, y también una revelación: la sospecha de que muchos de los males del mundo dependen de las leyes y de las políticas que impone a los demás pueblos su gobierno.
¿Y qué implican esas políticas? Todo aquello que el grueso del pueblo norteamericano nunca ha visto o no ha querido ver (lo que no es el caso de sus dirigentes, de las élites que salen de Harvard, Yale o Stanford): que hace treinta años, por ejemplo, un 11 de septiembre también, tras un complot urdido por Nixon y Kissinger, los aviones de Pinochet bombardearon La Moneda, en Chile; que la guerra de los "contras" que Reagan y la CIA impusieron a Nicaragua hundió sin remedio a ese país; que los bombardeos lanzados contra Panamá para cazar a un ex agente de la CIA, a Noriega, mataron a 2,500 civiles inocentes; que actualmente, en Medio Oriente, ante el silencio de Washington, los niños palestinos son víctimas de los disparos que ordena el primer ministro Sharon (quien en 1982 permitió la masacre de Sabra y Chatila), lo que provoca y excita a otros fanáticos como él, a los "kamikases" palestinos; que en la ex Yugoslavia, en lugar de impedir la destrucción y la guerra, la OTAN bombardeó a civiles y agravó la desunión, el odio y la miseria en los Balcanes; que en Africa, ante la indiferencia de las potencias, millones de seres humanos están muriendo de hambre, sida y violencia; que en Irak los bombardeos norteamericanos e ingleses, y la falta de medicinas y alimentos, han matado ya a miles y miles, y en particular a niños; que en Asia cientos de miles de jóvenes son molidas por la máquina de la miseria, la prostitución y el turismo sexual; y que lo mismo ocurre con miles y miles de jóvenes de Europa del Este, que son "carneadas" por las mafias que las esclavizan en las principales ciudades de la Europa Occidental; sin olvidar que, en América Latina, que ha conocido también todo tipo de terrorismos, los pueblos, la gente de abajo, hagan lo que hagan, ya sea que voten por gobiernos socialistas o por liberales, e incluso por populistas, al parecer nunca verán el final del túnel, condenados para siempre, eternos Sísifos, a la desesperación.
La historia no ha terminado, pero el mundo ha cambiado y de qué forma. Ahí está el fantasma de las Torres Gemelas de Manhattan para recordárnoslo. Pero frente a ese holocausto sería indecente que no tengamos también un minuto de silencio por todas las víctimas y deudos que han dejado, en la últimas décadas, a lo largo y ancho del planeta, las masacres, las pestes, las guerras premeditadas o consentidas, la violencia económica, la especulación sin freno de los inversionistas, el racismo, el terrorismo de estado disfrazado de nacionalismo, el fanatismo religioso. Y ante todo esto, ¿cuál ha sido la actitud de Estados Unidos? Una pregunta que vale la pena respondersela honestamente para entender el mundo de hoy.
Ahora los pueblos quisieran acudir también al banquete y alimentarse más con la esperanza que con el rencor. Es por ello que, hoy, como el Nuevo Orden no les deja alternativas, miles y miles de pobres del Sur invaden con ahínco cada día, cada noche, el Norte rico y desarrollado. Y ésa es la guerra que, más allá de la venganza, debería interesar a Estados Unidos. Para re-equilibrar siglos de historia, los pueblos quisieran que Washington contribuyera a sacar a la mayor parte de la humanidad de los abismos en que se halla y que no agrave con sus políticas su sufrimiento e indigencia. Ello implicaría que Estados Unidos salga de una vez por todas del "capullo" confortable en el que vive, que abandone planes como el del "escudo antinuclear" y piense que el desarrollo y la democracia avanzada, de lograrse ésta, son tan buenos para su gente como para los peruanos, los afganos, o los africanos, quienes por ahora sobre todo buscan algo que comer.
Y el estadounidense promedio, cuyos buenos sentimientos son conocidos (lo digo yo, un fanático de Billie Holiday y de Martin Luther King, un lector insaciable de Twain, Faulkner, Melville, Poe y Roth), debería comprometerse en forma más cívica y justa con la marcha de su propia sociedad y de la sociedad humana, planetaria, en general.
Que para comenzar, por ejemplo, se informe mejor y elija en forma más consciente, más responsablemente, a sus gobernantes. Que comience a interesarse en las razones por las que buena parte de la población mundial abriga sentimientos antinorteamericanos y por qué en algunos casos esto se convierte en odio mortal. Éste es el único antídoto global contra la locura, contra los criminales que movidos por la rabia se levantan, aquí y allá, para matar y dicen que hablan en nombre de la verdad, de la justicia o de Dios. Y éste puede ser, además, un buen antídoto contra la tentación de la inocencia.
* Escritor peruano. Trabaja en París para la AFP.

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