A una semana escasa del carnaval murió el patriarca de Colpacucho. Y lo peor de todo, lejos de la patria chica. La noticia corrió al amanecer, de boca en boca, desde las laderas del Edén, por la quebrada de Miraflores, se deslizó por la Matanza al corazón del barrio en la iglesia del Rosario y luego por los puestos casi vacíos del mercado de papas y el antiguo hospital, confundiéndose con los rumores del río Chico y tramontó hacia los barrios del sur.
El tradicional barrio del carnaval manifestó su pesar de inmediato: no participarían este año en las fiestas del rey Momo. La saladera perseguía a los carnavaleros. Justo para esta fecha murió el año pasado otro integrante de la patota y tuvieron que suspender su participación.
Nadie sabía a ciencia cierta en que momento llegaría yerto de vuelta al terruño, lo más probable era a las diez de la noche. Las mujeres se apresuraban con ollones, café, pan para mitigar el hambre de los dolientes. Y cosa importante: el aguardiente, los cigarrillos y la coca para quienes amanezcan.
Comunicaciones urgentes de Cajamarca anunciaron que el cadáver llegaría a eso de las tres de la madrugada. Los concurrentes se dispersaron porque velorio sin muerto no era tal. Regresarían mañana cuando el patriarca esté finalmente instalado en su féretro.
El pueblo atravesaba una fatal racha de muertes. Se barruntaba un año aciago. Empezó el zapatero de la plaza fulminado por un infarto en la despedida del año viejo, luego el médico arrastrado por la correntada del Utcubamba. La gente no salía de pesares y ocurrió lo de la concejal del municipio, a causa de un infarto. Luego un joven, hijo único de una maestra, victima de leucemia y ahora le tocaba el turno a Manuel, el patriarca. El pueblo se preguntaba temeroso ¿A quién le tocaría después?
El café con biscochos y el aguardiente circulaba por la casa, las veredas y hasta la calle colmada de bancas con reclinatorios que prestaron de la iglesia del frente. En el salón principal, iluminado por velas titilantes yacía el ataúd bajo la capilla ardiente, rodeado de viejas dolientes que evocaban lo bueno que fue en su tránsito por la vida.
A las ocho llegaron el pacha cura y sus ayudantes para el responso y los cánticos de alabanza recordándonos que polvo fuimos y al polvo regresamos. Concluida la ceremonia sacra, como a un conjuro, viene el rito ancestral: un hombre con una talega repleta reparte coca entre los asistentes.
La coca también adormece el alma
Todos se arman al ritmo monocorde de los caleros y el velorio se transforma en bolorio. Entran en acción los chufranes cargados de cal - pata de ushún- califican con entusiasmo los chacchadores. Algunos se endulzan de inmediato, otros cambian de bolo nerviosamente y empieza el concurso.
La primera noche el juez, un moreno, narizón, de grandes mostachos, con aires de entendido anuncia que se calificará brillo natural, sin artificios de ninguna clase. Muchos son descalificados de inmediato.
-¿Por qué me elimina en la primera de bastos, señor juez?
-Disculpa, Clavitex, haces tanto ruido al armarte, que si estaríamos en cacería de venados asustarías a la presa.
La pericia del juez dio como ganador al profesor Puicón. El área donde se alojaba el bolo brillaba como un carbunclo en la oscuridad del amanecer.
La segunda noche el asunto era peso. Una rápida ojeada entre los concursantes que permanecían mudos por todos los rincones de la casa permitió constatar que algunos parecían cotosos por el bolo que les embutía la tabla del pescuezo. Otros a las justas podían respirar por el volumen.
El profesor Puicón seguía firme como candidato de fuerza. Repentinamente, sin que nadie pudiese adivinar la causa, defeccionó y corrió como gallo espichado.
Al amanecer habían despedido al patriarca a la manera de nuestros antepasados, chacchanco la hoja sagrada y bebiendo las lágrimas de la caña: el rito ancestral se había impuesto una vez más a la ceremonia sacra. Todos botaron el bolo y se dispusieron al caldo de cabeza reparador. Mas tarde le darían cristiana sepultura, no en un cántaro de cerámica como querrían los coqueros, pero eso era lo de menos: lo importante era que se iba macerado en coca y aguardiente.
Como no nos gusta dejar en ascuas al lector, deberemos responder a dos preguntas ¿Por qué corrió el profesor Puicón si se perfilaba como seguro ganador? Y, ¿Quién fue el ganador del celebrado concurso?
La respuesta podemos resumirla en una sola: Puicón se espichó cuando vio en uno de los rincones, agazapado y oculto bajo poncho habano y sombrero alón al profesor Gómez, de quien se contaba que cuando trabajaba en escuela de rangra, caminaba armado por un desfiladero por donde apenas se podía cruzar y al toparse con una mujer que en sentido contrario arreaba a su borrico, ella le suplicó:
-Favor, maestrito, paseluste su bolo al otro lado para que pueda pasar mi burrito.
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