jueves, 12 de febrero de 2009

JUSTICIA: Histórico alegato

Brillante alegato final de Ronald Gamarra, abogado de la parte civil en el proceso que se sigue -con todas las garantías de la ley- al reo Alberto Fujimori, acusado de crímenes de lesa humanidad por haber permitido -y hasta tal vez concebido- el asesinato, la ejecución ilegal y terrorista de personas inocentes, en el marco de la lucha antisubversiva que libró el Estado contra el grupo terrorista Sendero Luminoso. Si la justicia peruana aplica la ley, y nada más que la ley, al reo Fujimori, marcará un hito histórico que el mundo entero aplaudirá (NdlR).

ALEGATO DEL DEFENSOR DE LA PARTE CIVIL EN EL PROCESO AL EX PRESIDENTE ALBERTO FUJIMORI. Lima, 11/02/2009.

Señor Presidente:
Venimos ante este honorable tribunal a hablar de crímenes contra la humanidad cometidos bajo la cobertura del poder político y la oprobiosa impunidad que ese poder ofrece a quienes ejecutan esos crímenes y especialmente a quienes los planifican y promueven. Sin embargo, ocurre que en el necesario análisis de esos crímenes, con frecuencia nos extraviamos en elaboraciones intelectuales y perdemos de vista lo central: que esos actos atroces se cometieron contra personas de carne y hueso, en cuyos pechos palpitaban corazones ávidos de vida; personas que abrigaban afectos, amor e ilusiones por las cuales luchar y esforzarse; personas que tenían madres, hijos y amigos que no cesan de llorarlos.
Seres humanos idénticos a cualquiera de nosotros y que, en distintas circunstancias, hubiésemos podido ser cualquiera de nosotros mismos. Seres frágiles, pues por definición es frágil la vida del ser humano. Pero, sobre todo, seres únicos e irrepetibles, destinados, como todos los seres humanos, a transcurrir una sola vez sobre la tierra. Esas son las vidas únicas e irrepetibles, y por eso mismo de valor incalculable, como son las vidas de todos los seres humanos, las que una serie de crímenes brutales cometidos bajo el amparo del poder segaron con desafiante impunidad que no puede tolerarse más.
En homenaje a esas individualidades prematura e injustamente truncadas, quiero recordar una por una a las víctimas del horrendo crimen de La Cantuta:
Al profesor universitario Hugo Muñoz Sánchez, con toda una vida dedicada a la docencia y siempre ligado a las preocupaciones y necesidades de los estudiantes; de reconocido carácter afable y atento ante cualquier emergencia que los estudiantes podían tener, que desempeñaba el cargo de director de bienestar universitario.
A la joven Dora Oyague Fierro, que seguía la especialidad de Educación Inicial debido a su gran cariño por los niños. Ferviente católica, fue catequista en la parroquia San Francisco de Borja, en Lima. Debido a su fuerte inclinación por el arte, participaba en las actividades del grupo de teatro parroquial y universitario, pero también practicaba la danza y dibujaba al carboncillo. Era una buena deportista, destacando en natación y vóleibol.
Al joven Marcelino Rosales Cárdenas, que seguía estudios en la especialidad de Literatura y destacaba por sus composiciones literarias en cuento y poesía. Cultor entusiasta de la música, también participó activamente en la estudiantina universitaria.
Al joven Luis Enrique Ortiz Perea, natural de Chachapoyas, aficionado desde siempre a la práctica del fútbol, destacando a nivel escolar y luego, en la universidad, como integrante destacado de la selección de fútbol, hasta el momento en que tuvo que dejar el deporte por un problema en la columna. Un año antes de ser asesinado por el destacamento Colina, ingresó también a San Marcos con la intención de seguir la carrera de periodismo paralelamente a sus estudios de pedagogía en La Cantuta.
Al joven Robert Teodoro Espinoza, natural de Ancash, seguía la especialidad de Biología en La Cantuta. Joven activo y entusiasta, llegó a ser secretario general del internado de varones de la universidad. Le encantaba tocar la quena y formó parte de la estudiantina universitaria. También formó parte de la agrupación universitaria de danzas folclóricas.
Al joven Armando Amaro Cóndor ingresó a la universidad en 1988, después de cumplir con el servicio militar obligatorio en el ejército. También había seguido la carrera técnica de electrónica. Aficionado a la música, le encantaba tocar zampoñas, y llegó a formar parte de la agrupación musical universitaria.
Al joven Felipe Flores Chipana, natural de una de las provincias más pobres del país, Aymaraes, en el departamento de Apurímac, llegó a Lima para continuar con sus estudios secundarios, primero, y luego ingresó a La Cantuta, siguiendo la especialidad de Electromecánica. Aficionado a la música andina, formó parte de la Estudiantina.
A la joven Bertila Lozano Torres, natural de Tarapoto, San Martín, cursaba el sexto ciclo de la especialidad de Lengua y Literatura. Ella era una gran deportista, incluso pertenecía a la selección de fútbol femenino de la universidad.
Al joven Juan Gabriel Mariños Figueroa seguía estudios en la especialidad de Electromecánica. Le encantaba el deporte, tanto que había llegado a ser cinturón negro en karate, y enseñaba este deporte a quienes querían aprenderlo en la universidad.
Al joven Heráclides Pablo Meza, natural de Ancash, cursaba estudios en la facultad de Ciencias Naturales y Matemáticas. Era relativamente nuevo en la universidad y se le recuerda como una persona discreta y trabajadora.
Quiero recordar así mismo a las víctimas de la horrenda masacre de Barrios Altos, en la persona del niño Javier Manuel Ríos Rojas, de apenas 8 años de edad, asesinado por el destacamento Colina junto a su padre Manuel Isaías Ríos Pérez, a quien trató de cubrir con su pequeño cuerpo de niño que fue destrozado en un instante por una ráfaga de ametralladora.
Y menciono, a continuación, a las demás víctimas de la masacre de la calle Huanta, en Barrios Altos, una por una, con la advertencia de que cada nombre invoca un destino injusta y brutalmente segado, que este tribunal tiene el deber y la oportunidad de reivindicar con una sentencia ejemplar:

Filomeno León León
Lucio Quispe Huanaco
Máximo León León
Nelly María Rubina Arquiñigo
Luis Antonio León Borja
Luis Alberto Díaz Astovilca
Alejandro Rosales Alejandro
Odar Mender Sifuentes Nuñez
Teobaldo Ríos Lira
Octavio Benigno Huamanyauri Nolazco
Benedicta Yanque Churo
Placentina Marcela Chumbipuma Aguirre
Tito Ricardo Ramírez Alberto

Igualmente quiero mencionar aquí a los sobrevivientes de la masacre de Barrios Altos, sobrevivientes a la orden inicua de matar a todos, sin contemplación ni mayores averiguaciones:

Natividad Condorhuanca Chicaña
Felipe León León
Alfonso Rodas Alvítez
Tomás Livias Ortega, que sobrevive confinado a una silla de ruedas, con los restos de varias balas alojadas definitivamente en su cuerpo.

Pero esta es también la oportunidad de hablar por los familiares de las víctimas, especialmente por aquellas madres y padres, esposas, hijas e hijos que no cesan de llorar a sus seres queridos y que durante más de 15 años han tenido el admirable coraje y la perseverancia inusual en un país donde campea la impunidad, para convertir el más profundo dolor en un reclamo vigoroso e indeclinable de justicia, que este tribunal, dando un ejemplo al mundo, debe satisfacer.
Los familiares de las víctimas han vivido su propio drama indisolublemente ligado al asesinato de sus seres queridos. Por un lado, ellos han debido soportar durante mucho tiempo el estigma injusto y falso de “terroristas”, lanzado arteramente sobre sus seres queridos como supuesta justificación al proceder inadmisible del destacamento Colina.
Quiero recordar aquí algo que todos debemos tener presente, y son las palabras del coronel Benedicto Jiménez, quien es sin duda el profesional de la policía más experimentado y exitoso del país, tanto así que fue quien capturó sin disparar un solo tiro al jefe terrorista Abimael Guzmán y a toda su plana mayor. El coronel Benedicto Jiménez ha declarado ampliamente ante este tribunal y ha establecido con toda claridad que las víctimas del destacamento Colina en La Cantuta y Barrios Altos no eran terroristas. Repito una vez más, y que nadie lo olvide: esos jóvenes asesinados de un tiro en la nuca, no eran terroristas. Lo dijo aquí el profesional de la policía más autorizado por su conocimiento, destreza y éxito en la lucha antiterrorista.
Pero a pesar del dictamen concluyente del coronel Benedicto Jiménez, todavía hay quienes insisten en afirmar esa infamia sin fundamento. Durante mucho tiempo, demasiado tiempo, se dejó correr esa malévola especie, difundida por el servicio de inteligencia de la época de Montesinos y Fujimori. La señora Gisela Ortiz, hermana del joven Luis Enrique Ortiz Perea, asesinado en La Cantuta, describió la terrible situación en que se encontraban los familiares ante la memoria mancillada de sus seres queridos, con una elocuencia surgida de un dolor profundo, cuando dijo:
“Qué incomprensión la que recibimos más de una vez, qué indignación la que sentimos ante el estigma que se levantaba contra nuestros desaparecidos y nosotros mismos. Qué soledad la de entonces, y qué duro se hacía continuar. Era como empujar una pesada piedra en la pendiente empinada de un cerro, como remar río arriba”.
Y la señora Carmen Oyague, hermana de la estudiante Dora Oyague, ha declarado:
“Cuando salíamos a la calle, la gente hablaba: ha muerto un puñado de terroristas. Eso me dolía mucho. Una vez, en el seguro, una doctora que me atendía dijo a sus alumnos: estoy contenta con Fujimori porque ha pacificado el país. No pude contener el llanto y le dije: eso, a costa de mi dolor. Sus estudiantes se quedaron mirando.”
Que no se repita, pues, nunca más esa afirmación infame que es la calumnia difundida por los asesinos para intentar justificarse.
Por otro lado, los familiares de las víctimas han sido blanco constante de cobardes amenazas de muerte con las que intentaban disuadirlos de sus reclamos. Por eso debemos rendir hoy el homenaje que merecen sobre todo esas madres y hermanas que supieron vencer todo temor personal sólo por seguir un mandato de amor y lealtad filial y fraternal hacia sus seres queridos brutalmente asesinados.
Lo que quiero resaltar aquí es que, aún con todo el dolor que llevan a cuestas, esas madres y hermanas heridas en lo más profundo han tenido la capacidad de darnos a todos una lección de entereza y dignidad. Dignidad sin aspavientos, que se expresa con sencillez pero con decisión y claridad en las palabras tan llenas de contenido de la señora Raida Cóndor, madre del joven estudiante Armando Amaro Cóndor, que ha dicho estas palabras que quiero repetir aquí porque son el norte que guía nuestra actuación como defensores de la parte civil. La señora Raida Cóndor ha dicho lo siguiente:
“Mi lucha es en nombre de mi hijo, para que no haya una madre que sufra esto. No pido ojo por ojo ni busco venganza. Busco justicia porque los mataron sin piedad, no tuvieron corazón. Quisiera preguntarles a los asesinos por qué lo hicieron. Cuando encuentre justicia, me sentiré más tranquila y podré ir en paz a encontrarme con mi hijo”.
He subrayado que los crímenes que aquí se juzgan se cometieron en agravio de personas concretas y de sus familiares, pero también nos alcanzan inevitablemente a todos, porque nadie puede ser indiferente ante la enormidad de los crímenes cometidos con la impunidad del poder. La desaparición forzada, la ejecución extrajudicial y la tortura son parte del prontuario de las peores dictaduras, y por eso merecen el repudio universal que cataloga esos delitos como crímenes contra la humanidad, justiciables bajo la jurisdicción universal.
Tengamos entonces conciencia de que no nos encontramos solamente ante infracciones calificadas al código penal. Los hechos que se juzgan en este tribunal tienen un contenido que incumbe a todos los ciudadanos de nuestro país y ciertamente también a la humanidad entera, que ha consagrado tratados con normas de validez internacional específicas para sancionar esta clase de crímenes. Está, pues, en manos de este tribunal hacer justicia condenando los delitos que aquí se examinan como crímenes de lesa humanidad.
Y así como las víctimas de los crímenes que se juzgan ante este tribunal tienen nombres e identidades concretas que no debemos olvidar, así mismo los responsables de esos crímenes no son entidades abstractas sino seres de carne y hueso, aunque está por ver si conservan el alma, y tienen nombres y apellidos, y el mayor de todos ellos, quien ahora no tiene el coraje de asumir el costo de las órdenes que dio y del sistema criminal que montó, junto con Vladimiro Montesinos y Nicolás Hermoza Ríos, entre otros, está sentado aquí ante nosotros, y se llama Alberto Fujimori.

Señor Presidente:
¡Cuán insólito es que una nación juzgue a su gobernante! Evidentemente, no es algo que ocurra todos los días. A pesar de los intentos, en distintas partes del mundo, por juzgar a jefes de estado cuyos delitos, con frecuencia, son tan evidentes que parecerían no exigir mayor probanza, la verdad es que el juicio a un jefe de estado es un hecho excepcional. Y eso ocurre porque, escudados en los privilegios que las leyes suelen reconocer a los gobernantes, pero sobre todo gracias a la protección que les dan las densas redes de lealtades y complicidades, tejidas en largos años de ejercicio de la autoridad suprema al margen de todo control institucional efectivo, los jefes de estado, o quienes acaban de dejar de serlo, suelen tener la sartén por el mango frente a los simples ciudadanos, las víctimas humilladas y ofendidas, que los acusan por sus crímenes.
Sin embargo, a pesar de la sacralización tradicional del poder y su pompa, en la historia ha habido momentos en que los pueblos han juzgado a sus gobernantes. Todos recordamos, por ejemplo, el juicio de Luis XVI, al inicio de la Revolución Francesa: juzgado por la Convención revolucionaria, el rey de Francia fue sentenciado y ejecutado con rigor extremo. En el Perú, tenemos el antecedente del juicio a Augusto B. Leguía, presidente de la república durante once años seguidos, quien, al ser derrocado, fue puesto bajo la jurisdicción del Tribunal de Sanción, órgano creado ex professo, al calor de la pasión política, para castigar a Leguía y los leguiístas, aunque, como sabemos, el presidente del Oncenio falleció sin llegar a pronunciarse la sentencia.
Fuera de casos como los dos que acabo de citar, más frecuentes han sido en la historia los momentos en que ciertos jefes de estado han sido castigados por la fuerza descontrolada de una masa indignada o enfurecida.
¿Cuál es el denominador común de estos ejemplos? No es difícil identificarlo. El factor común es el carácter político del juicio, la sentencia o el castigo pronunciados y aplicados como consecuencia de un juicio no exento de pasión, y tal vez esencialmente determinado por ella. Es por eso que un organismo representativo y legislativo de tiempos revolucionarios, como la Convención francesa, se erige por sí y ante sí en supremo juez con poder de vida y muerte. Es por eso que el caudillo militar que derroca a la dictadura de Leguía invoca el “sentir nacional” y se erige en su intérprete privilegiado para constituir un órgano de sanción, directamente, y no de examen y definición serena de responsabilidades. Es por eso que la masa descontrolada siente legítimo perpetrar el linchamiento del gobernante que despertó en ella la pasión avasalladora del odio.
El juicio al ex presidente Alberto Fujimori, que se celebra ante este tribunal, rompe claramente con todos estos precedentes que hemos resumido en los casos de Luis XVI y Leguía: de allí su enorme trascendencia, su innegable resonancia, su carácter modélico, no sólo para nuestro país. Podemos justificar esta trascendencia por tres razones.
En primer lugar, porque este juicio al ex presidente Alberto Fujimori no es un juicio político, sino un proceso judicial, conducido por jueces de larga e ilustre carrera en la magistratura y la docencia universitaria, un proceso que se desarrolla según las pautas obligatorias de la ley penal y la respectiva ley de procedimientos, conducido con respeto escrupuloso a las garantías judiciales correspondientes a todo procesado. No se juzgan en este juicio las opiniones ni los actos políticos del acusado, sino sus actos u omisiones que configuran delitos tipificados en el código penal.
En segundo lugar, porque en este juicio al ex presidente Alberto Fujimori, al examinar los cargos contra el procesado, se ha hecho a un lado la interferencia nefasta del apasionamiento, de los sentimientos favorables o adversos al reo, es decir, de los prejuicios. Lo digo rotundamente: no nos interesa obtener de este tribunal un fallo ciegamente condenatorio, sino una sentencia sólidamente razonada, que sirva a la educación cívica del pueblo y a la salud de nuestra vida institucional democrática.
Por eso es que intervenimos activamente en este debate judicial con nuestras pruebas y argumentos, y es que aspiramos a convencer con la fuerza persuasiva de razones debida y sólidamente fundamentadas. Por eso debatimos también con la defensa del ex presidente procesado. Porque, en suma, aspiramos a que el resultado de este prolongado proceso judicial se refleje en una sentencia que valga y se sostenga por sí misma, más allá de nuestra época, y no por la fuerza de una determinada coyuntura política. Se comprenderá, entonces, la importancia crucial que tiene para la justicia y la salud democrática del Perú, que este juicio sea, como en efecto es, un proceso judicial auténtico, con plenas garantías, y no una vendetta.
En tercer lugar, este juicio al ex presidente Alberto Fujimori es un acontecimiento trascendental porque aspira a obtener una sanción legal y justa, y no el linchamiento del procesado. No aspiramos a otra cosa que no sea la aplicación igualitaria, es decir democrática, de la ley penal, de la misma manera que se aplicaría a cualquier otro ciudadano que violase sus normas.
De modo que, contrariamente a lo que afirman algunos defensores muy poco ingeniosos del ex presidente, este juicio no ha de crucificarlo, ni ha de guillotinarlo, ni ha de enviarlo a galeras sine die. El procesado Alberto Fujimori, ex presidente del Perú, autor de crímenes de lesa humanidad, no deberá recibir otra sanción que no sea aquella expresamente contemplada en la ley penal peruana. Por eso este juicio le ha brindado, desde su inicio, todas las consideraciones que cabe guardar a un procesado, incluso a veces en exceso, como ocurre, en nuestra opinión, con las condiciones privilegiadas de su detención exclusiva en la DINOES, con espacio, servicios y hasta un festivo régimen de visitas, que significan privilegios de los cuales no goza ningún reo en el Perú.

Señor Presidente:
De lo anterior, se deduce una triple importancia política, moral y didáctica de este juicio al ex presidente Alberto Fujimori para los peruanos y, con toda probabilidad, no sólo para nosotros, como lo evidencian las numerosas visitas hechas a las audiencias de este proceso por observadores internacionales de la mayor prestancia moral, intelectual e institucional, provenientes de todas partes del mundo.
Desde el punto de vista político, este juicio al ex presidente Alberto Fujimori entraña una afirmación vigorosa de los valores democráticos y ciudadanos, y especialmente una reafirmación rotunda del principio democrático de la igualdad de todos –gobernantes y gobernados, débiles y poderosos, sin ninguna excepción– ante la ley democráticamente aprobada, común a todos.
Esto es importante en extremo, tal vez decisivo, en un país como el nuestro, donde la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley es, todavía, una meta por alcanzar, y donde los privilegios, las excepciones y las exoneraciones frente a las obligaciones legales son pan de cada día. Juzgar a un ex presidente debe servir, entonces, para que nos quede muy claro a todos cuál es el lugar y la fuerza que tiene en la democracia el principio según el cual nadie está por encima de la ley, y menos si delinque.
Desde el punto de vista moral, el juicio al ex presidente Alberto Fujimori supone la afirmación de la lucha contra la impunidad en un país como el Perú, donde tantos crímenes claman por justicia que llega tarde o no llega nunca. Este juicio es, entonces, una oportunidad única, extraordinaria, para empezar a enderezar la deuda histórica que el Estado tiene frente a la sociedad en relación con la justicia.
Por otro lado, es evidente que este juicio, en algún momento y de alguna forma, hoy o tal vez mañana, ha de tener un efecto catártico sobre la ciudadanía. Porque en un país tradicional y tan profundamente patriarcal, como es el nuestro, no se juzga impunemente a un jefe de estado, no se le procesa y eventualmente se le sentencia sin que eso tenga una consecuencia insoslayable sobre la conciencia ciudadana. Abrigamos la esperanza de que esta circunstancia histórica y esta catarsis puedan ser la oportunidad, tan largamente esperada, de maduración, crecimiento y enriquecimiento moral de la sociedad y la democracia peruana.
Desde el punto de vista didáctico, este juicio al ex presidente Alberto Fujimori nos ofrece a los peruanos una oportunidad de aprendizaje colectivo sin precedentes en nuestra historia. Como en una gigantesca aula, y gracias al progreso de los medios de comunicación, los peruanos han podido asistir, colectivamente y en simultáneo, durante las audiencias de este proceso, a múltiples lecciones de una educación cívica real y ya no retórica.
Por un lado, se ha podido apreciar a través de este juicio cómo es que funciona el ideal democrático de un juicio por responsabilidades penales. Así, es de esperar que los ciudadanos puedan aprender a exigir la aplicación de una justicia penal democrática a todo nivel de la administración de justicia.
Por otro lado, se han podido conocer a fondo los detalles vergonzosos y delincuenciales de un régimen autoritario, y hemos podido comprobar que, tras la pobreza, el atraso y la injusticia que padece el Perú, está, como indignante razón de fondo, la manera en que los gobernantes se conducen al ejercer el poder que usurparon o que ingenuamente les confió la nación, cruzando a discreción la barrera del delito y el crimen.

Señor Presidente:
La parte civil, las víctimas y sus familiares, esperan y confían en que la sentencia que emitirá este tribunal estará a la altura de la trascendencia e importancia de este juicio, que hemos descrito y subrayado. Las víctimas y sus familiares han esperado este momento durante 17 años de reclamo incesante por justicia: 17 años humillados y ofendidos, pero también 17 años de lucha ciudadana, digna y ejemplar; 17 años de lucha desigual del débil contra el poderoso y engreído, de David contra Goliat.
Después de 17 años atravesando el desierto en pos de esa tierra prometida y tantas veces negada, que es la justicia, las víctimas y sus familiares tienen el derecho mil veces ganado a recuperar algo de la paz que los asesinos de sus hijos y hermanos les arrebataron brutalmente. Y eso sólo puede dárselos una sentencia justa, que condene los delitos de lesa humanidad cometidos contra ellos y a quienes los perpetraron, empezando por el principal y primer responsable de la maquinaria criminal condensada en el destacamento Colina: el acusado Alberto Fujimori.
Señores magistrados, en sus manos está empezar a corregir por donde se debe, el árbol de las responsabilidades penales en nuestro país. Estamos demasiado acostumbrados a que vayan a la cárcel solamente los peces chicos, mientras los tiburones siguen sueltos en el ancho mar de una vida nacional cada vez más corrompida y desmoralizada.
Mal haría este tribunal en hacer justicia solamente con los pobres diablos adiestrados en el cumplimiento, “sin dudas ni murmuraciones”, de órdenes criminales que otros formulan sin piedad ni remordimientos, ocultos tras la inmunidad del poder. Que el país sepa que quien viola la ley en este país, merece y recibe una sanción sin importar si es grande o chico, débil o poderoso, gobernante o simple ciudadano.
No sólo la atención del país se concentra en este juicio. La atención de la comunidad civilizada, en todas partes del mundo, está dirigida ansiosamente sobre este juicio. Por todo lo hecho hasta este momento, este juicio ya representa un hito trascendental para el Derecho y es un parteaguas para el desarrollo democrático de países todavía en busca de su destino como es el nuestro, que es también el caso de la gran mayoría de países en el mundo.
Este juicio contra el reo Alberto Fujimori, por crímenes de lesa humanidad, es uno de los acontecimientos mayores en la lucha incesante por el imperio del Derecho contra la impunidad de los crímenes de lesa humanidad. Que la sentencia de este tribunal haga, pues, honor a esta expectativa ecuménica de justicia y no la defraude.
En ello confían los familiares de las víctimas, bienaventurados por su santa sed de justicia, que han recorrido y sufrido tanto por reivindicar la memoria de los seres queridos que los asesinos les arrebataron cruelmente y sin el menor remordimiento expresado hasta el día de hoy. Y en ello confíamos todos los que, dentro y fuera del Perú, aspiramos a la justicia.


1 comentario:

Anónimo dijo...

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