Las fotografías que ilustran el presente artículo nos la ha enviado nuestro entrañable amigo Rolando Cohayla Sánchez y son las imágenes de algunos personajes muy populares que vivieron en Celendín a través de varias épocas de su historia. Ellos eran el condimento que paliaba la molicie de la vida provinciana, algunos con mayor o menor grado de inteligencia y humor eran la atracción de la gente que se divertía con ellos, celebraba sus gracias y ocurrencias y eran los protagonistas de la mayoría de chistes que se contaban en Celendín. Un caso particular era el de Joshé Reis, jocoso personaje que declamaba poesías y entonaba canciones con un estilo muy peculiar y único ¿Quién no recuerda la personalísima interpretación del Brindis del Bohemio de Guillermo Aguirre y Fierro o la banda de instrumentos que interpretaba en alguna canción?
Nuestra literatura registra casos de estos peresonajes como “El letrao” en “El Mundo es Ancho y ajeno” de Ciro Alegría, un sujeto que pretendía aprenderse de memoria el diccionario, o de “Braulio”, el mudo que protagonizara un extraño romance con Isabel, la esposa de su patrón, de nuestro escritor Alfonso Peláez Bazán.
La mayoría de estos seres, quizás desdichados dentro de su anormalidad, eran en realidad felices dentro de su simpleza y en sus necesidades limitadas, que podían satisfacerse con un gesto de caridad, con un rinconcito en alguna casa para descansar o un plato de comida para paliar el hambre. Ellos no sufrían los quebrantos que envejecen a los que se llaman normales.
Encarnaban el espíritu del pueblo, sus figuras vacilantes caminando a pausas por las calles de Celendín simbolizaban una caricatura de la ciudad y causaban diversas sensaciones dentro de la inocencia que parecían irradiar; alguna de aprecio y compasión y uno que otro soponcio entre las damas a quienes sorprendían con sus gracias.
Había otro grupo de personajes que no eran como los inocentes que aparecen en estas imágenes sino que estaban más bien en el rubro de los nashacos, de quienes nuestras abuelas decían: “Ese le debe su vela al santo”, como queriendo indicar que estaban en la frontera de lo anormal. En algunos había mucho de ladinos, pues tenían la solapada viveza que les permitía medrar a costas de quienes se creían superiores a ellos:
“A mí me dicen el tonto
el tonto de mi lugar.
Todos para vivir trabajan,
yo vivo sin trabajar".
Como canta el romancero español. Y es verdad, el caso del “Forastero Israel” o el “No le den” prueban esta cuarteta, ambos tenían fuerzas para trabajar y el último incluso poseía tierras de cultivo y algún ganado en la zona de Paucapata en Huasmín y sin embargo, se atrevían a implorar la caridad ajena.
En todos los pueblos del mundo nunca falta el “tonto del lugar” como personaje público. Todos tienen derecho a burlarse de él, a vejarlo y a usarlo en pequeños menesteres. Con frecuencia es el limosnero, el cargador, el que arregla algún desperfecto en el hogar. El zonzo es objeto de la burla pública, sobre todo de los muchachos; ¡pero es sagrado! Nadie le negará el alimento ni el techo cuando solicita albergue y comida al caer la noche.
En Celendín, su presencia fue frecuente y muchos han quedado en el recuerdo popular, como el honrado ciego Honorio, nuestro “Lagañoso” Alfonso, el Rafa “Caray caray”, el “Ingeniero Foro”, el “Chilcaconga”, “El cojo de Urquía”, “El coche Carmelo”, “El Cungash”, “El Moto”, y para que no se crea que la gafera es patrimonio masculino también hubieron mujeres como “Doña Tutana”, “La loca Rosa”, “La Efe Borracha” , "La comae Inés"y otras más.
El más insigne de todos fue sin duda nuestro “Lagañoso Alfonsí”, sumido en un eterno duelo con la chiquillería de su tiempo, en la disputa por las maletas que traían los pasajeros de la empresa Díaz, que Alfonso quería monopolizar.
Como antes el ciego Honorio, nuestro "Lagañosí, ojos de pomo gomé, patas de pan shimbao”, como le decíamos, a diferencia de los zonzos de muchos lugares, fue, pese a sus limitaciones, un hombre digno, que se ganó el pan con el sudor de su frente. Jamás cometió la bajeza de mendigar, ni la vileza de robar y encarnó durante su tiempo un cierto espíritu del pueblo.
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Nuestra literatura registra casos de estos peresonajes como “El letrao” en “El Mundo es Ancho y ajeno” de Ciro Alegría, un sujeto que pretendía aprenderse de memoria el diccionario, o de “Braulio”, el mudo que protagonizara un extraño romance con Isabel, la esposa de su patrón, de nuestro escritor Alfonso Peláez Bazán.
También son nuestros.
La mayoría de estos seres, quizás desdichados dentro de su anormalidad, eran en realidad felices dentro de su simpleza y en sus necesidades limitadas, que podían satisfacerse con un gesto de caridad, con un rinconcito en alguna casa para descansar o un plato de comida para paliar el hambre. Ellos no sufrían los quebrantos que envejecen a los que se llaman normales.
Encarnaban el espíritu del pueblo, sus figuras vacilantes caminando a pausas por las calles de Celendín simbolizaban una caricatura de la ciudad y causaban diversas sensaciones dentro de la inocencia que parecían irradiar; alguna de aprecio y compasión y uno que otro soponcio entre las damas a quienes sorprendían con sus gracias.
Había otro grupo de personajes que no eran como los inocentes que aparecen en estas imágenes sino que estaban más bien en el rubro de los nashacos, de quienes nuestras abuelas decían: “Ese le debe su vela al santo”, como queriendo indicar que estaban en la frontera de lo anormal. En algunos había mucho de ladinos, pues tenían la solapada viveza que les permitía medrar a costas de quienes se creían superiores a ellos:
“A mí me dicen el tonto
el tonto de mi lugar.
Todos para vivir trabajan,
yo vivo sin trabajar".
Como canta el romancero español. Y es verdad, el caso del “Forastero Israel” o el “No le den” prueban esta cuarteta, ambos tenían fuerzas para trabajar y el último incluso poseía tierras de cultivo y algún ganado en la zona de Paucapata en Huasmín y sin embargo, se atrevían a implorar la caridad ajena.
En todos los pueblos del mundo nunca falta el “tonto del lugar” como personaje público. Todos tienen derecho a burlarse de él, a vejarlo y a usarlo en pequeños menesteres. Con frecuencia es el limosnero, el cargador, el que arregla algún desperfecto en el hogar. El zonzo es objeto de la burla pública, sobre todo de los muchachos; ¡pero es sagrado! Nadie le negará el alimento ni el techo cuando solicita albergue y comida al caer la noche.
En Celendín, su presencia fue frecuente y muchos han quedado en el recuerdo popular, como el honrado ciego Honorio, nuestro “Lagañoso” Alfonso, el Rafa “Caray caray”, el “Ingeniero Foro”, el “Chilcaconga”, “El cojo de Urquía”, “El coche Carmelo”, “El Cungash”, “El Moto”, y para que no se crea que la gafera es patrimonio masculino también hubieron mujeres como “Doña Tutana”, “La loca Rosa”, “La Efe Borracha” , "La comae Inés"y otras más.
El más insigne de todos fue sin duda nuestro “Lagañoso Alfonsí”, sumido en un eterno duelo con la chiquillería de su tiempo, en la disputa por las maletas que traían los pasajeros de la empresa Díaz, que Alfonso quería monopolizar.
Como antes el ciego Honorio, nuestro "Lagañosí, ojos de pomo gomé, patas de pan shimbao”, como le decíamos, a diferencia de los zonzos de muchos lugares, fue, pese a sus limitaciones, un hombre digno, que se ganó el pan con el sudor de su frente. Jamás cometió la bajeza de mendigar, ni la vileza de robar y encarnó durante su tiempo un cierto espíritu del pueblo.
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