Por Crispín Piritaño
Celendin
Celendin
Algunos de los amigos íntimos me conocen con el apelativo de “Monstruo”, los más me dicen “Muñeca de zanahoria” y otros creen que he nacido en Chacra Colorada por mi color, pero soy celendino, a mucha honra.
Eran los dorados días de nuestra adolescencia y debo declarar, en honor a la verdad, que fui uno de esos niños seráficos, nacido en cuna de oro, aunque de eso ahora sólo queden recuerdos nostálgicos.
Mi padre era uno de los pocos que tenían automóvil último modelo. En la lejana provincia no habían muchos que podían darse ese lujo. Y así, con el carro a disposición, aprendí a manejar mejor que él, que era medroso a la hora de tomar el volante, sobre todo cuando de cruzar un puente se trataba. ¡Cuántas veces se quedó atrapado, con las dos ruedas laterales caídas, girando al borde del puente!
Eran los dorados días de nuestra adolescencia y debo declarar, en honor a la verdad, que fui uno de esos niños seráficos, nacido en cuna de oro, aunque de eso ahora sólo queden recuerdos nostálgicos.
Mi padre era uno de los pocos que tenían automóvil último modelo. En la lejana provincia no habían muchos que podían darse ese lujo. Y así, con el carro a disposición, aprendí a manejar mejor que él, que era medroso a la hora de tomar el volante, sobre todo cuando de cruzar un puente se trataba. ¡Cuántas veces se quedó atrapado, con las dos ruedas laterales caídas, girando al borde del puente!
Me convertí en un experto y circulaba por las calles como Fangio por las pistas.
Un viernes al mediodía, al salir del colegio, mi padre había viajado a la capital del departamento olvidando las llaves del coche, las cogí de inmediato, saqué el automóvil y enrumbé a la plaza de armas. En una esquina me topé con un amigo, que también salía del colegio con el clásico uniforme comando.
-¡Picho, sube, vamos a dar una vuelta por José Gálvez!
En la plaza de armas nos encontramos con el “Chisco”, otro amigo de nuestra edad.
-¡Vamos a José Gálvez!- lo invité.
Raudos, levantando polvo por la carretera, cruzamos Bellavista y ya casi para llegar al desvío, detuve un momento el vehículo y dije persuasivo:
-¡Mejor vamos a mirar hembritas a Cajamarca!
Nuestro afán de aventuras y el hecho que mis amigos jamás hubieran salido del pueblo nos facilitó las ansias de viajar. Cruzamos las cumbres de Cumullca, pasamos por la Encañada, la Pampa de la Culebra y ya bajando por Puylucana, divisamos la mítica Cajamarca.
Allí tuvimos que transitar por los extramuros de la ciudad por temor a que nos pillara mi padre si circulábamos por el centro.
-¿Qué les parece si de una vez vamos a Trujillo? Mañana estaremos de regreso. Mañana es sábado y no hay clases, van a ver la cara de envidia que ponen los patas cuando les contemos el lunes nuestras aventuras en Cajamarca y Trujillo.
Y allá fuimos, subiendo el Gavilán, bajamos luego rumbo a las tierras calientes de la costa. Mis amigos eran todo ojos devorándolo todo con la avidez del que baja de las alturas en busca del mar. Llegamos a Trujillo al amanecer, dormimos un rato en el carro. Con el poco dinero que pudimos reunir, fuimos al mercado en busca de un buen shámbar recuperador.
Decidí hacer taxi para conseguir algo de dinero para la gasolina y alimentos. Un pasajero nos animó a hacerle una carrera a Lima. Sin pensarlo dos veces cargamos sus bultos y allá fuimos rumbo a la capital.
Lo que nos pagó el tipo apenas alcanzó para llenar el tanque y comer un par de sánguches. En la capital, si pasaban dos mil transeúntes, ninguno era conocido, todos eran ajenos a nuestro drama. Permanecíamos dentro del vehículo, cansados y hambrientos. De pronto ¡Oh, maravilla! Por increíble que parezca, vimos pasar a un paisano, un muchacho que el año pasado todavía estudiaba en el pueblo. Lo silbamos con una clave conocida de Celendín. El amigo volteó extasiado de escuchar un trino nativo en esa selva de cemento. Nos abrazamos efusivamente. El amigo trabajaba en una fábrica, era sábado y para felicidad nuestra, había cobrado su salario semanal. Amenizamos el almuerzo con la narración de nuestras aventuras.
Así estuvimos durante una semana, visitando a los paisanos que salieron de la tierra para no volver. Nos invitaban de buen grado, maravillados de nuestras diabluras.
Mientras tanto mi padre que, estoy seguro echaba más de menos a su automóvil que a mí, andaba desesperado buscándonos, lo mismo que los padres de mis amigos, habían telegrafiado a Cajamarca, Trujillo y Lima. Por un paisano se enteraron que estábamos en la capital.
Nuestra vida aventurera se enriquecía de anécdotas y parecía no tener fin, cuando he aquí que nos distrajimos en el cruce de dos avenidas. No nos dimos cuenta que el semáforo marcaba rojo y ¡Crash! Nos estrellamos con otro automóvil, que para mala suerte mía, resultó ser de un alto jefe de la policía. Mis compañeros de viaje desaparecieron. Uno de ellos jamás regresó al terruño.
Me detuvieron de inmediato junto con el vehículo. Las autoridades se preguntaban extrañados cómo pudimos haber viajado tanto en condición de menores de edad, sin brevete, ni documentos. Llamaron a nuestros padres por teléfono. Al día siguiente, muy temprano, llegó mi padre. Casi le da el patatús al ver su amado automóvil con la máscara destrozada y peor cuando el propietario del otro automóvil le presentó la factura por las reparaciones que había hecho en su vehículo.
Finalmente ingresó a verme, encerrado como estaba en una pequeña celda. Me miró como se mira a un alienígena de piel viscosa, ojos por toda la cabeza y brazos de pulpo. Allí, en el colmo de su furia, me escupió ese calificativo que resumía toda la dimensión de mi actitud:
-¡MONSTRUO!
Un viernes al mediodía, al salir del colegio, mi padre había viajado a la capital del departamento olvidando las llaves del coche, las cogí de inmediato, saqué el automóvil y enrumbé a la plaza de armas. En una esquina me topé con un amigo, que también salía del colegio con el clásico uniforme comando.
-¡Picho, sube, vamos a dar una vuelta por José Gálvez!
En la plaza de armas nos encontramos con el “Chisco”, otro amigo de nuestra edad.
-¡Vamos a José Gálvez!- lo invité.
Raudos, levantando polvo por la carretera, cruzamos Bellavista y ya casi para llegar al desvío, detuve un momento el vehículo y dije persuasivo:
-¡Mejor vamos a mirar hembritas a Cajamarca!
Nuestro afán de aventuras y el hecho que mis amigos jamás hubieran salido del pueblo nos facilitó las ansias de viajar. Cruzamos las cumbres de Cumullca, pasamos por la Encañada, la Pampa de la Culebra y ya bajando por Puylucana, divisamos la mítica Cajamarca.
Allí tuvimos que transitar por los extramuros de la ciudad por temor a que nos pillara mi padre si circulábamos por el centro.
-¿Qué les parece si de una vez vamos a Trujillo? Mañana estaremos de regreso. Mañana es sábado y no hay clases, van a ver la cara de envidia que ponen los patas cuando les contemos el lunes nuestras aventuras en Cajamarca y Trujillo.
Y allá fuimos, subiendo el Gavilán, bajamos luego rumbo a las tierras calientes de la costa. Mis amigos eran todo ojos devorándolo todo con la avidez del que baja de las alturas en busca del mar. Llegamos a Trujillo al amanecer, dormimos un rato en el carro. Con el poco dinero que pudimos reunir, fuimos al mercado en busca de un buen shámbar recuperador.
Decidí hacer taxi para conseguir algo de dinero para la gasolina y alimentos. Un pasajero nos animó a hacerle una carrera a Lima. Sin pensarlo dos veces cargamos sus bultos y allá fuimos rumbo a la capital.
Lo que nos pagó el tipo apenas alcanzó para llenar el tanque y comer un par de sánguches. En la capital, si pasaban dos mil transeúntes, ninguno era conocido, todos eran ajenos a nuestro drama. Permanecíamos dentro del vehículo, cansados y hambrientos. De pronto ¡Oh, maravilla! Por increíble que parezca, vimos pasar a un paisano, un muchacho que el año pasado todavía estudiaba en el pueblo. Lo silbamos con una clave conocida de Celendín. El amigo volteó extasiado de escuchar un trino nativo en esa selva de cemento. Nos abrazamos efusivamente. El amigo trabajaba en una fábrica, era sábado y para felicidad nuestra, había cobrado su salario semanal. Amenizamos el almuerzo con la narración de nuestras aventuras.
Así estuvimos durante una semana, visitando a los paisanos que salieron de la tierra para no volver. Nos invitaban de buen grado, maravillados de nuestras diabluras.
Mientras tanto mi padre que, estoy seguro echaba más de menos a su automóvil que a mí, andaba desesperado buscándonos, lo mismo que los padres de mis amigos, habían telegrafiado a Cajamarca, Trujillo y Lima. Por un paisano se enteraron que estábamos en la capital.
Nuestra vida aventurera se enriquecía de anécdotas y parecía no tener fin, cuando he aquí que nos distrajimos en el cruce de dos avenidas. No nos dimos cuenta que el semáforo marcaba rojo y ¡Crash! Nos estrellamos con otro automóvil, que para mala suerte mía, resultó ser de un alto jefe de la policía. Mis compañeros de viaje desaparecieron. Uno de ellos jamás regresó al terruño.
Me detuvieron de inmediato junto con el vehículo. Las autoridades se preguntaban extrañados cómo pudimos haber viajado tanto en condición de menores de edad, sin brevete, ni documentos. Llamaron a nuestros padres por teléfono. Al día siguiente, muy temprano, llegó mi padre. Casi le da el patatús al ver su amado automóvil con la máscara destrozada y peor cuando el propietario del otro automóvil le presentó la factura por las reparaciones que había hecho en su vehículo.
Finalmente ingresó a verme, encerrado como estaba en una pequeña celda. Me miró como se mira a un alienígena de piel viscosa, ojos por toda la cabeza y brazos de pulpo. Allí, en el colmo de su furia, me escupió ese calificativo que resumía toda la dimensión de mi actitud:
-¡MONSTRUO!
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