Me topé el otro día con una vieja fotografía y sus imágenes me transportaron en el tiempo. En ella se observa el viejo mercado que estaba en el corralón que encierra la Municipalidad de Celendín. La mente me trajo el recuerdo de acontecimientos que presencié en mi niñez.
Como la población y la ciudad eran aún pequeñas, alcanzaba para la actividad mercantil ese mercado que ocupaba casi la mitad de la manzana. A él se ingresaba por cuatro enormes portones de sólida madera; dos daban frente a la plaza de armas; la tercera al jirón Unión, precisamente frente a ese típico restaurant “El Paraíso” de nuestro buen “tuerto Juan”, con sus puertas batientes, su comida excelente, trasminando en toda la calle y su ambiente franco y bonachón que atraía a la gente de variado pelaje: desde el empingorotado señor hasta el humilde campesino. La última puerta era más pequeña, contigua al coliseo de gallos en el jirón Cáceres. En todo ese sector se mercaban granos y tubérculos, en almudes, a la vieja usanza española.
La construcción del edificio, de antigua data, tenía amplios corredores y estaba dividida en sectores de acuerdo a los artículos que se expendían: de abarrotes, de telas, panadería, camal, mieles y chancaca, coca, etc. En el espacio restante, en el suelo, sobre mantas, exhibían todos los campesinos sus productos, a real el montón.
El comercio era escaso los días de semana, pero los domingos cobraba inusitada vida convirtiéndose en una feria, a la que afluían los campesinos de todos los distritos y comarcas, con sus atuendos típicos y su hablar cantarino.
Esta feria con todos sus ingredientes de alegría se convertía en ocasiones en escenario de un grotesco sainete en el que el papel de villanos les correspondía a los guardias civiles, quienes en un taimado operativo procedían, una vez al año, a la tan famosa y temida leva.
Era este un procedimiento bárbaro, por decir lo menos, que consistía en capturar ”voluntarios” para el Servicio Militar Obligatorio.
En este sistema discriminador, iban al servicio los campesinos y alguno que otro poblano que se hubiera ganado la animadversión de alguna autoridad. El desdichado era perseguido como una zorra en cacería inglesa hasta ser capturado y remitido bajo partida de registro al CIR más alejado del norte. Como se colegirá de todo esto, la leva anual les caía de perillas a las autoridades para satisfacer íntimos agravios.
No llega al carácter ligero de estas crónicas hacer un enjuiciamiento del sistema de entonces, pero es necesario dejar testimonio claro de que las cosas se hicieron así.
El aciago día de la leva cogía desprevenidos a los mocetones de la provincia, que ignoraban la fecha de su realización, conocida solamente por los jefes de la Circunscripción territorial, quienes, conjuntamente con la policía, montaban un operativo para aprovechar, justamente, el domingo en que el mercado se encontraba repleto de gente.
En forma sincronizada, procedían al cierre de las cuatro puertas y capturaban a tirios y troyanos en medio de una confusión espantosa. Los jóvenes intentaban vanamente escapar por los postes que daban al segundo piso de la Municipalidad o escondiéndose en los lugares más inverosímiles como las pacas de coca o las polleras de alguna matrona campesina. Finalmente terminaban en chirona en medio del desconsuelo de sus familiares y allegados.
Una vez capturados, iban atados a incrementar una larga cadena humana y conducidos a la sede de la CT que, justamente, quedaba a la vuelta de mi domicilio, lo que me permitió comprobar aquel vergonzante juego de influencias y prebendas para escoger el contingente que habría de ir rumbo a los arenales del norte en los días siguientes.
Los mocetones del pueblo generalmente salían bien librados del trance y escurrían el bulto previa rapada a cero. Otro tanto hacían los campesinos cuyos padres podían pagar algo, ya sea en dinero o en especies: una ternera, un par de corderos o, en el peor de los casos, un pavo. Los pobres de solemnidad estaban condenados irremisiblemente a conformar el contingente de sangre y emprender el temido viaje. El dolor y la consternación de los familiares encogía el corazón. Las inconsolables madres campesinas se apiñaban en las veredas adyacentes y solamente atinaban a llorar, presintiendo lo más terrible para sus hijos.
No faltaban razones para su congoja: de los numerosos viajeros que marchaban, muchos no regresaban al cabo de los dos años de servicio; algunos porque se enganchaban como braceros en las haciendas cañaveleras de la costa y otros, menos afortunados, morían víctimas del brutal maltrato que les infligían los superiores o en accidentes propios del servicio militar.
***
Llegados los contingentes de los distritos, cansados y con los pies sangrantes por la dureza de la marcha y lo escabroso del camino, se procedía a la selección final. Los escogidos eran filiados, rapados a coco para eliminar los piojos y fotografiados en fondo blanco. Finalmente eran conducidos como reses en camiones. Un larguísimo e incómodo viaje de tres a cuatro días los conducía a los cuarteles de Tumbes o Piura.
Las escenas de dolor en el momento de partida quedaron grabadas a fuego en mi corazón. Los gemidos y llantos de las madres eran lacerantes. Los pobres conscriptos, acomodados como carga en los camiones, precariamente cubiertos con sus ponchos de lana, entonaban lúgubres canciones:
“Ay, que lejos me lleva el destino,
como hoja que el viento arrebata.
Ay de mí, tú no sabes, ingrata,
lo que sufre este fiel corazón…”
Cuando el vehículo partía, las manos crispadas de los familiares intentaban vanamente detener su marcha. Impotentes, se quedaban llorando, rumiando maldiciones y mirando oblicuamente al Sub oficial Pereyra, quien, erguido militarmente, contemplaba impertérrito la marcha del convoy hasta que se perdió en la primera curva del camino. Entonces, dirigiéndose a las madres llorosas, con voz marcial y sonora las increpó:
-¡Ya, déjense de llantos y gemidos, carajo! Sus hijos se van a ser hombres en el glorioso ejército peruano, van a servir a LA PATRIA.
Las desdichadas madres campesinas, que no tenían ni la más remota idea de lo que el militar les decía y sobre todo de un concepto tan abstracto de lo que era LA PATRIA, le respondieron entre sollozos:
-Que laya pue’hay ser esa mujer… ¡Una gramputísima que sólo se lleva a nuestros hijos hombres!
Como la población y la ciudad eran aún pequeñas, alcanzaba para la actividad mercantil ese mercado que ocupaba casi la mitad de la manzana. A él se ingresaba por cuatro enormes portones de sólida madera; dos daban frente a la plaza de armas; la tercera al jirón Unión, precisamente frente a ese típico restaurant “El Paraíso” de nuestro buen “tuerto Juan”, con sus puertas batientes, su comida excelente, trasminando en toda la calle y su ambiente franco y bonachón que atraía a la gente de variado pelaje: desde el empingorotado señor hasta el humilde campesino. La última puerta era más pequeña, contigua al coliseo de gallos en el jirón Cáceres. En todo ese sector se mercaban granos y tubérculos, en almudes, a la vieja usanza española.
La construcción del edificio, de antigua data, tenía amplios corredores y estaba dividida en sectores de acuerdo a los artículos que se expendían: de abarrotes, de telas, panadería, camal, mieles y chancaca, coca, etc. En el espacio restante, en el suelo, sobre mantas, exhibían todos los campesinos sus productos, a real el montón.
El comercio era escaso los días de semana, pero los domingos cobraba inusitada vida convirtiéndose en una feria, a la que afluían los campesinos de todos los distritos y comarcas, con sus atuendos típicos y su hablar cantarino.
Esta feria con todos sus ingredientes de alegría se convertía en ocasiones en escenario de un grotesco sainete en el que el papel de villanos les correspondía a los guardias civiles, quienes en un taimado operativo procedían, una vez al año, a la tan famosa y temida leva.
Era este un procedimiento bárbaro, por decir lo menos, que consistía en capturar ”voluntarios” para el Servicio Militar Obligatorio.
En este sistema discriminador, iban al servicio los campesinos y alguno que otro poblano que se hubiera ganado la animadversión de alguna autoridad. El desdichado era perseguido como una zorra en cacería inglesa hasta ser capturado y remitido bajo partida de registro al CIR más alejado del norte. Como se colegirá de todo esto, la leva anual les caía de perillas a las autoridades para satisfacer íntimos agravios.
No llega al carácter ligero de estas crónicas hacer un enjuiciamiento del sistema de entonces, pero es necesario dejar testimonio claro de que las cosas se hicieron así.
El aciago día de la leva cogía desprevenidos a los mocetones de la provincia, que ignoraban la fecha de su realización, conocida solamente por los jefes de la Circunscripción territorial, quienes, conjuntamente con la policía, montaban un operativo para aprovechar, justamente, el domingo en que el mercado se encontraba repleto de gente.
En forma sincronizada, procedían al cierre de las cuatro puertas y capturaban a tirios y troyanos en medio de una confusión espantosa. Los jóvenes intentaban vanamente escapar por los postes que daban al segundo piso de la Municipalidad o escondiéndose en los lugares más inverosímiles como las pacas de coca o las polleras de alguna matrona campesina. Finalmente terminaban en chirona en medio del desconsuelo de sus familiares y allegados.
Una vez capturados, iban atados a incrementar una larga cadena humana y conducidos a la sede de la CT que, justamente, quedaba a la vuelta de mi domicilio, lo que me permitió comprobar aquel vergonzante juego de influencias y prebendas para escoger el contingente que habría de ir rumbo a los arenales del norte en los días siguientes.
Los mocetones del pueblo generalmente salían bien librados del trance y escurrían el bulto previa rapada a cero. Otro tanto hacían los campesinos cuyos padres podían pagar algo, ya sea en dinero o en especies: una ternera, un par de corderos o, en el peor de los casos, un pavo. Los pobres de solemnidad estaban condenados irremisiblemente a conformar el contingente de sangre y emprender el temido viaje. El dolor y la consternación de los familiares encogía el corazón. Las inconsolables madres campesinas se apiñaban en las veredas adyacentes y solamente atinaban a llorar, presintiendo lo más terrible para sus hijos.
No faltaban razones para su congoja: de los numerosos viajeros que marchaban, muchos no regresaban al cabo de los dos años de servicio; algunos porque se enganchaban como braceros en las haciendas cañaveleras de la costa y otros, menos afortunados, morían víctimas del brutal maltrato que les infligían los superiores o en accidentes propios del servicio militar.
***
Llegados los contingentes de los distritos, cansados y con los pies sangrantes por la dureza de la marcha y lo escabroso del camino, se procedía a la selección final. Los escogidos eran filiados, rapados a coco para eliminar los piojos y fotografiados en fondo blanco. Finalmente eran conducidos como reses en camiones. Un larguísimo e incómodo viaje de tres a cuatro días los conducía a los cuarteles de Tumbes o Piura.
Las escenas de dolor en el momento de partida quedaron grabadas a fuego en mi corazón. Los gemidos y llantos de las madres eran lacerantes. Los pobres conscriptos, acomodados como carga en los camiones, precariamente cubiertos con sus ponchos de lana, entonaban lúgubres canciones:
“Ay, que lejos me lleva el destino,
como hoja que el viento arrebata.
Ay de mí, tú no sabes, ingrata,
lo que sufre este fiel corazón…”
Cuando el vehículo partía, las manos crispadas de los familiares intentaban vanamente detener su marcha. Impotentes, se quedaban llorando, rumiando maldiciones y mirando oblicuamente al Sub oficial Pereyra, quien, erguido militarmente, contemplaba impertérrito la marcha del convoy hasta que se perdió en la primera curva del camino. Entonces, dirigiéndose a las madres llorosas, con voz marcial y sonora las increpó:
-¡Ya, déjense de llantos y gemidos, carajo! Sus hijos se van a ser hombres en el glorioso ejército peruano, van a servir a LA PATRIA.
Las desdichadas madres campesinas, que no tenían ni la más remota idea de lo que el militar les decía y sobre todo de un concepto tan abstracto de lo que era LA PATRIA, le respondieron entre sollozos:
-Que laya pue’hay ser esa mujer… ¡Una gramputísima que sólo se lleva a nuestros hijos hombres!
1 comentario:
Por que no:)
Publicar un comentario