Por Jorge A. Chávez Silva, Charro
Mi padre era un extraordinario artífice de cometas. De él debo haber heredado, aparte de otros sentimientos muy hondos, la fascinación que tengo por el viento y las cometas.
Las hacía tan grandes y sólidas que, cuando se elevaban en el éter, generaban tal potencia, que mis exiguas fuerzas infantiles eran insuficientes para mantenerlas siquiera un instante. Entonces, él tenía que hacerlo por mí. Estoy seguro que, en el fondo, mi padre seguía siendo un niño, o volvía a serlo cuando tenía una cometa en las manos, desafiando al viento.
Era sastre y conocía de hilos. Para las cometas siempre elegía el mejor: el “Cadena” del diez; casi irrompible. Cuando estábamos sumergidos en el éxtasis de volar, soltábamos uno, dos y hasta tres carretes de hilo. La inmensa cometa se veía tan lejana, tan pequeña, tan sola, como si fuera apenas una pincelada de color en el inmenso piélago azul.
Aquella tarde de agosto, íbamos con mi hermano menor. Mientras yo subía a duras penas la empinada cuesta, cometa a la bandolera, mi pequeño hermano iba feliz, montado a horcajadas sobre los hombros de papá; a la manera típica y ancestral de los shilicos… ¡El santo piñuño!
A poco de llegar a lo alto de la colina y, gracias a una racha de vientos favorables, nuestra cometa se elevó rápidamente, tanto, que era la más alta de todas. Las de mis amigos, pequeñas y mal hechas, apenas se alzaban unos palmos del suelo. Quizás por ello, picado de soberbia, los miraba por sobre el hombro.
Nuestra cometa se encontraba en el cenit. De pronto, presa de un viento aleve, arrancó y se fue, rápida y moribunda, como una gaviota herida, dando bandazos y doblegándose espasmódica, como si se le corroyeran las entrañas: tan presto, que no pude seguir con la mirada anegada en llanto, la tumba anónima que escogió.
Bajábamos tristes. Mi hermano y yo presas de un llanto incontenible y convulso, mientras nuestro padre, sereno y cariñoso, nos calmaba:
-Ya no lloren, hijos. Mañana haremos otra más grande y volveremos, ya verán, ya no lloren.
Cerca al pueblo, ya un poco calmados por la seguridad que trasuntaban sus palabras, con una leve esperanza rondándome el alma, tímidamente le pregunté:
-Papá, ¿hasta dónde se iría? ¿No podríamos ir a buscarla?
-No, hijito, imposible. Por lo menos se ha ido hasta Mesapata.
El nombre de ese lugar quedó resonando en mi cerebro, tanto, que en mis pesadillas infantiles lo imaginaba triste y desolado, como un inmenso cementerio de cometas; pleno de carrizos rotos, jirones de papel descolorido, zumbadores moribundos emitiendo roncos estertores, y, en los rincones, divagando en las volutas de los remolinos, las cartas que enviábamos a las cometas, con el mensaje alevemente borrado por el tiempo.
************
Pasaron muchos años desde entonces, y ese nombre quedó grabado a fuego en mi corazón: ¡Mesapata!... yo no sé lo que significa y ni siquiera conocía el lugar, pese a que en mi adolescencia, muerto ya mi padre, era, como dice la gente, un “pat’e perro”, es decir, un andariego empedernido y conocía como la palma de mi mano la bellísima comarca natal. Pero nunca encontré a nadie que me mostrara el lugar.
Hace poco, en una pausa de mi eterno volver, anduve caminando por los alrededores del pueblo, fotografiando a pinceladas la hermosa campiña. A la vuelta de un recodo, dime con unos campesinos que construían su casa de barro. Sus siluetas semidesnudas, sudorosas y cetrinas, destacaban en el cielo sobre los ocres nuevos de las paredes.. Haciendo un alto en su faena, el más audaz me gritó:
-¡Hey, maestro, tómenos una foto para el recuerdo!
Desde que vivo exilado en la capital, las tareas de los hombres del campo, tan vigorosas y genuinas, me apasionan; por eso les imprimí una placa con mucho aprecio. Deseándoles suerte, proseguí mi camino, rumbo a San José de Pilco y Malcat, caseríos de honda significación en mi añorada y romántica juventud. El paisaje era impresionante. En la lejanía destacaban, bajo el turquesa del cielo, los grises y violetas de los cerros. Más abajo, en la verde llanura, entre el tenue sopor de la tarde y bostezos difusos, dormitaba Celendín.
Al voltear otro quengo del camino, sobre el desvaído azul de la puerta, había un viejo letrero que en toscos caracteres decía: “Gobernación de Mesapata”. Por fin conocía el mítico lugar donde fueron a parar las cometas de mi niñez, junto con mis sueños e ilusiones. Ahora, en el incontenible avance urbano, es apenas un tramo alejado de la calle que, serpenteando, escala la cuesta a San José.
Fascinado por la circunstancia, me dirigí hacia esa puerta. En el vano, Una linda campesina, de ojos azules y mejillas capulí, me observaba con ruborosa curiosidad.
-¿Te tomo una fotografía para el recuerdo?- le dije a guisa de saludo.
-¡No!- me contestó entre tímida y alarmada, y, en un revuelo de encajes y bayeta, desapareció.
Me quedé perplejo, meditando, ¿sería ella otra de las etéreas y gráciles cometas que se escaparon, como en mi niñez?
Cuando regresaba al pueblo, caía la tarde y el viento, juguetón, me acariciaba el rostro, alborotaba mis canos cabellos y susurraba un nombre:
-¡Mesapata!
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Foto: Antonio Chávez Pereyra (atrás, a la derecha), padre del autor de esta formidable estampa.
Quengo: curva del camino, zigzag.
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Las hacía tan grandes y sólidas que, cuando se elevaban en el éter, generaban tal potencia, que mis exiguas fuerzas infantiles eran insuficientes para mantenerlas siquiera un instante. Entonces, él tenía que hacerlo por mí. Estoy seguro que, en el fondo, mi padre seguía siendo un niño, o volvía a serlo cuando tenía una cometa en las manos, desafiando al viento.
Era sastre y conocía de hilos. Para las cometas siempre elegía el mejor: el “Cadena” del diez; casi irrompible. Cuando estábamos sumergidos en el éxtasis de volar, soltábamos uno, dos y hasta tres carretes de hilo. La inmensa cometa se veía tan lejana, tan pequeña, tan sola, como si fuera apenas una pincelada de color en el inmenso piélago azul.
Aquella tarde de agosto, íbamos con mi hermano menor. Mientras yo subía a duras penas la empinada cuesta, cometa a la bandolera, mi pequeño hermano iba feliz, montado a horcajadas sobre los hombros de papá; a la manera típica y ancestral de los shilicos… ¡El santo piñuño!
A poco de llegar a lo alto de la colina y, gracias a una racha de vientos favorables, nuestra cometa se elevó rápidamente, tanto, que era la más alta de todas. Las de mis amigos, pequeñas y mal hechas, apenas se alzaban unos palmos del suelo. Quizás por ello, picado de soberbia, los miraba por sobre el hombro.
Nuestra cometa se encontraba en el cenit. De pronto, presa de un viento aleve, arrancó y se fue, rápida y moribunda, como una gaviota herida, dando bandazos y doblegándose espasmódica, como si se le corroyeran las entrañas: tan presto, que no pude seguir con la mirada anegada en llanto, la tumba anónima que escogió.
Bajábamos tristes. Mi hermano y yo presas de un llanto incontenible y convulso, mientras nuestro padre, sereno y cariñoso, nos calmaba:
-Ya no lloren, hijos. Mañana haremos otra más grande y volveremos, ya verán, ya no lloren.
Cerca al pueblo, ya un poco calmados por la seguridad que trasuntaban sus palabras, con una leve esperanza rondándome el alma, tímidamente le pregunté:
-Papá, ¿hasta dónde se iría? ¿No podríamos ir a buscarla?
-No, hijito, imposible. Por lo menos se ha ido hasta Mesapata.
El nombre de ese lugar quedó resonando en mi cerebro, tanto, que en mis pesadillas infantiles lo imaginaba triste y desolado, como un inmenso cementerio de cometas; pleno de carrizos rotos, jirones de papel descolorido, zumbadores moribundos emitiendo roncos estertores, y, en los rincones, divagando en las volutas de los remolinos, las cartas que enviábamos a las cometas, con el mensaje alevemente borrado por el tiempo.
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Pasaron muchos años desde entonces, y ese nombre quedó grabado a fuego en mi corazón: ¡Mesapata!... yo no sé lo que significa y ni siquiera conocía el lugar, pese a que en mi adolescencia, muerto ya mi padre, era, como dice la gente, un “pat’e perro”, es decir, un andariego empedernido y conocía como la palma de mi mano la bellísima comarca natal. Pero nunca encontré a nadie que me mostrara el lugar.
Hace poco, en una pausa de mi eterno volver, anduve caminando por los alrededores del pueblo, fotografiando a pinceladas la hermosa campiña. A la vuelta de un recodo, dime con unos campesinos que construían su casa de barro. Sus siluetas semidesnudas, sudorosas y cetrinas, destacaban en el cielo sobre los ocres nuevos de las paredes.. Haciendo un alto en su faena, el más audaz me gritó:
-¡Hey, maestro, tómenos una foto para el recuerdo!
Desde que vivo exilado en la capital, las tareas de los hombres del campo, tan vigorosas y genuinas, me apasionan; por eso les imprimí una placa con mucho aprecio. Deseándoles suerte, proseguí mi camino, rumbo a San José de Pilco y Malcat, caseríos de honda significación en mi añorada y romántica juventud. El paisaje era impresionante. En la lejanía destacaban, bajo el turquesa del cielo, los grises y violetas de los cerros. Más abajo, en la verde llanura, entre el tenue sopor de la tarde y bostezos difusos, dormitaba Celendín.
Al voltear otro quengo del camino, sobre el desvaído azul de la puerta, había un viejo letrero que en toscos caracteres decía: “Gobernación de Mesapata”. Por fin conocía el mítico lugar donde fueron a parar las cometas de mi niñez, junto con mis sueños e ilusiones. Ahora, en el incontenible avance urbano, es apenas un tramo alejado de la calle que, serpenteando, escala la cuesta a San José.
Fascinado por la circunstancia, me dirigí hacia esa puerta. En el vano, Una linda campesina, de ojos azules y mejillas capulí, me observaba con ruborosa curiosidad.
-¿Te tomo una fotografía para el recuerdo?- le dije a guisa de saludo.
-¡No!- me contestó entre tímida y alarmada, y, en un revuelo de encajes y bayeta, desapareció.
Me quedé perplejo, meditando, ¿sería ella otra de las etéreas y gráciles cometas que se escaparon, como en mi niñez?
Cuando regresaba al pueblo, caía la tarde y el viento, juguetón, me acariciaba el rostro, alborotaba mis canos cabellos y susurraba un nombre:
-¡Mesapata!
Lima, 1992.
Copyright © Jorge A. Chávez Silva.
Copyright © Jorge A. Chávez Silva.
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Foto: Antonio Chávez Pereyra (atrás, a la derecha), padre del autor de esta formidable estampa.
Quengo: curva del camino, zigzag.
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