Por Jorge A. Chavez S., Charro
No les he contado de aquella vez que casi me convierto en ateo y contumaz descreído de las cosas divinas por culpa de Su Ilustrísima, el señor obispo de Cajamarca. Era apenas un niño, de esos que esperaban los días jueves en que íbamos de paseo a algún bello paraje de la campiña celendina.Para los escueleros el jueves era sagrado, intocable, como un derecho ganado. Era el día del paseo semanal, esperado con ansia los días precedentes. Tenía que suceder algo catastrófico para que el paseo no se realizara.
Ese miércoles, a la hora de entrada recibimos la mala noticia: el jueves llegaría en visita pastoral, Su Ilustrísima, el obispo de Cajamarca: hecho insólito que, efectivamente, ocurría a la muerte de un obispo.
La maestra, católica ferviente, rayana en la cucufatería, muy alegre nos dio la primicia y de inmediato nos enseñó a hacer banderitas bicolores, amarillas y blancas, los colores de ese reino de los cielos que es el Vaticano. Con ellas y acompañados de todos los escolares de veinte kilómetros a la redonda, iríamos a La Feliciana a esperar al insigne visitante.
Ante nuestra justa protesta, la maestra, abundando en detalles sobre la ilustre visita, nos dijo que el santo varón llegaría a eso de las diez de la mañana y que por la tarde, impajaritablemente, nos iríamos de paseo a donde quisiéramos.
-¡Al Guayao, al Guayao!- exclamamos en coro, jubilosos.
Era este lugar el manantial de la riquísima agua que surtía a la ciudad. Una especie de paraíso en que se conjugaba todo: hermosos prados en donde elevar las cometas a nuestras anchas, o disputar reñidos partidos de fútbol Inter-secciones en que se disputaban las famosas copas aguardienteras compradas en la cantina de don Dámaso Carrión.
Había además en aquel edén una arboleda de sauces llorones en donde jugábamos a Tarzán, huicapeándonos en los bejucos, o buscando algún fabuloso tesoro como en las series de aventuras a las que éramos afectos, o a los vaqueros, ocultándonos tras los pedrones para balacearnos sin misericordia y hasta podíamos capturar a los alacranes que se escondían bajo las rocas de la falda del cerro y llevarlos en cajitas de fósforo para hacerlos pelear a muerte en un círculo de fuego de aserrín empapado de kerosene.
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Muy temprano le pedí a mi padre la propina semanal. Con dolor de hígado me dio veinte centavos, inestimable tesoro con el que compré dos caramelos de punta envueltos en papeles de colores, de esos que fabricaba el zarco Dolores, para usarlos como chufranes en los caleros de cuatro hermosas berenjenas que conseguí por diez centavos. ¡Una verdadera delicia! ¿Qué muchacho no ha pasado una hermosa tarde de paseo coqueando con los chupetes que encajaban justamente en el orificio que practicábamos en la punta de cada berenjena?
Guardando todo en una talega me encaminé a la escuela con la esperanza que el ilustre visitante llegara temprano a visitar a su grey. Había jurado que si llegaba antes de las once, iba a elevar fervientes preces para que el Santo Padre de Roma emitiera una bula otorgándole el capelo cardenalicio y consecuente ascenso a Primado de la Iglesia Peruana, pues sus méritos lo exigían, ¿qué pastor era más considerado y puntual con su feligresía que Su Ilustrísima?
Cuando llegamos en perfecta formación a La Feliciana, flameando nuestras banderitas, la mayoría de escolares ya se encontraba allí, apostados a ambos lados de la carretera, esperando al buen pastor. Todos se apretujaban buscando mejor ubicación para observar de cerca al reverendo que se nos antojaba un hombre celestial.
El tiempo pasaba irremisiblemente y el Cardenal no llegaba. Dieron las diez y las once. Los muchachos se apiñaban en tremendo desorden. Con mucha preocupación veía peligrar mi paseo al Guayao, a no ser que el Obispo llegara justamente en ese momento.
De repente, con gran ruido de pistones y claxon, hizo su aparición un vehículo por la primera curva. La multitud, creyendo que se trataba del prelado, se ordenó como sea y empezaron las vivas y el vigoroso flamear de banderines en honor a Su Ilustrísima. Pero ¡Oh, desilusión! Al acercarse el vehículo comprobamos que no se trataba del Canónigo.
¡Era el Bidudín que venía de Cajamarca en su camioneta! Ignorante de lo que acontecía y sorprendido por el apoteósico recibimiento que le dispensaba toda la población, no tuvo idea más peregrina que pasar por medio del gentío, con el brazo izquierdo en alto, agradeciendo la ovación.
La turba, exacerbada por el desencanto, prorrumpió en sonoras silbatinas y pifias. Inclusive llovieron algunas piedras encima del vehículo. El Bidudín, sorprendido de los volubles que son las personas, farfulló una exclamación:
-¡Ah, carajo, hace un instante era un héroe y ahora soy un villano!
Y dieron las doce y la una y el Párroco no llegaba. La formación, hecha trizas, yacía al desgaire por toda la plaza. Algunos muchachos se desmayaron y hubo que llevarlos de emergencia a sus domicilios. Desesperado, le pregunté la hora al maestro Próspero, quien, con expresión de Miguel Grau en la derrota, me contestó con voz desfalleciente:
-Son las dos de la tarde.
Al borde del llanto me dije que por culpa del cura, mi paseo se había arruinado. A las tres todos los escolares estaban al borde la inanición. Los maestros tomaron medidas de emergencia: había que emprender la retirada. Un empleado de correos apareció con una cinta blanca perforada de miles de huequitos en donde decía que el sacristán había pospuesto su viaje para el día siguiente.
Desconsolado, retornaba a mi hogar, cuando con dulzura me acordé de mis chupetes y berenjenas. Hurgué en mi talega y comprobé con desencanto que en los apretujones de la turba, las frutas se reventaron y los chupetes se quebraron por la mitad. Decidido a ser un ateo convicto y confeso, llegué a mi casa y con llanto convulso le conté lo sucedido a mamá. Ella, tomado las cosas con resignación, me dijo:
-¡Qué mala suerte, hijito! Toma- en su mano apareció una moneda de diez centavos- anda al zarco Dolores y que te de una copita de jarabe de piña. No hay nada mejor para la mala suerte.
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