Por Jorge Horna
“Es muy milagroso… en estos últimos tiempos en el día de su festividad (15 de enero) llegan multitudes a rendirle veneración”. Este es el comentario contemporáneo en Celendín acerca del Niño Dios de Pumarume. Cuando fui por primera vez, acompañado por mis familiares, el “taxi” nos dejó junto a una pequeña casa que se intuye es de una sola pieza. Las hojas de la rústica puerta están ligeramente juntas, y cerca a ella señoras y niñas con sus vendimias de golosinas, refrescos y frutas, y sentados en una pequeña banca o en el pasto algunos fieles espectando el paisaje después de haber elevado sus oraciones a la sagrada imagen.
Con cierta cautela mi hermana María Graciela abre la puerta, y dentro: un lago de velas encendidas en candelabros sobre una mesa y en el suelo; en los pocos asientos, jóvenes y adultos de la edad de oro (mujeres y hombres) en íntimo recogimiento. Delante, el sencillo altar donde el niño Jesús, sereno con su candor infantil, contempla a todos, y más allá de nuestra presencia –pienso- ausculta a la humanidad entera: generosidades, modestias, desprendimientos, sencilleces, cualidades que Jesús encarnó en su ser y en su vida. Quizás también mira compasivo e indignado las mezquindades, arrogancias, iniquidades, injusticias y ostentaciones que algunos seres de este mundo se han obstinado en construir para desgracia y tragedia de la sociedad.
La imagen del Niño Dios de Pumarume tiene una guardiana permanente, una anciana sentada junto a la luminaria de las velas; ella -con seguridad- por experiencia sabrá de sinceridades y sus oposiciones. Saliendo de esta capilla y a escasos metros me percato de una moderna y amplia construcción bastante avanzada: esa será la nueva iglesia para el Niño. El paisaje es acogedor, suaves colinas, chacras de perfume silvestre y el caserío típico con bosques y cercos de zarzamoras, chilcas y pencas.
Debimos regresar a la ciudad a pie el corto trayecto, para no repetir el tránsito vehicular a través de una empinada carretera afirmada y con constantes y cerradas curvas. Creo que así, a pie, es más sensible el peregrinaje y la fe.
En mi infancia escuchaba en la escuela y el hogar mitos y leyendas sobre el Niño Dios de Pumarume. Se decía que se personificaba y furtivo jugaba bolitas y chanos junto a los caminos y los cercos, que silbaba a los transeúntes escondido tras los arbustos, y esa limpia travesura había despertado asombro y veneración religiosa en los campesinos. Pero hace cuarenta años atrás solo era una fiesta reservada a los pobladores del lugar. Hoy que la feligresía ha crecido y hay una concurrencia permanente, ojalá que cada católico y católica siga el mensaje del Jesús, que con su vida nos convoca a que cada acto de nuestro ser sea un reflejo de él, y que la Iglesia en su conjunto opte por un compromiso de estar al lado de los marginados, los más pobres y desposeídos de este mundo.
Con cierta cautela mi hermana María Graciela abre la puerta, y dentro: un lago de velas encendidas en candelabros sobre una mesa y en el suelo; en los pocos asientos, jóvenes y adultos de la edad de oro (mujeres y hombres) en íntimo recogimiento. Delante, el sencillo altar donde el niño Jesús, sereno con su candor infantil, contempla a todos, y más allá de nuestra presencia –pienso- ausculta a la humanidad entera: generosidades, modestias, desprendimientos, sencilleces, cualidades que Jesús encarnó en su ser y en su vida. Quizás también mira compasivo e indignado las mezquindades, arrogancias, iniquidades, injusticias y ostentaciones que algunos seres de este mundo se han obstinado en construir para desgracia y tragedia de la sociedad.
La imagen del Niño Dios de Pumarume tiene una guardiana permanente, una anciana sentada junto a la luminaria de las velas; ella -con seguridad- por experiencia sabrá de sinceridades y sus oposiciones. Saliendo de esta capilla y a escasos metros me percato de una moderna y amplia construcción bastante avanzada: esa será la nueva iglesia para el Niño. El paisaje es acogedor, suaves colinas, chacras de perfume silvestre y el caserío típico con bosques y cercos de zarzamoras, chilcas y pencas.
Debimos regresar a la ciudad a pie el corto trayecto, para no repetir el tránsito vehicular a través de una empinada carretera afirmada y con constantes y cerradas curvas. Creo que así, a pie, es más sensible el peregrinaje y la fe.
En mi infancia escuchaba en la escuela y el hogar mitos y leyendas sobre el Niño Dios de Pumarume. Se decía que se personificaba y furtivo jugaba bolitas y chanos junto a los caminos y los cercos, que silbaba a los transeúntes escondido tras los arbustos, y esa limpia travesura había despertado asombro y veneración religiosa en los campesinos. Pero hace cuarenta años atrás solo era una fiesta reservada a los pobladores del lugar. Hoy que la feligresía ha crecido y hay una concurrencia permanente, ojalá que cada católico y católica siga el mensaje del Jesús, que con su vida nos convoca a que cada acto de nuestro ser sea un reflejo de él, y que la Iglesia en su conjunto opte por un compromiso de estar al lado de los marginados, los más pobres y desposeídos de este mundo.
1 comentario:
su fiesta es el 14 de enero no el 15
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