Por Crispín Piritaño
Celendín
La siniestra organización de Fujimori en la guerra sucia diseñada contra el terrorismo es una fiel copia del más puro estilo de la mafia siciliana, lo cual nos causa extrañeza porque dado su origen se tendría que inclinar a la yakuza. Si observamos las similitudes entre lo que describe Mario Puzo en su célebre novela “El Padrino” veremos que el japonés Alberto Kenya Fujimori encarna perfectamente en la figura del padrino “Don Corleone”, como jefe de la organización, aunque sin la brillantez del personaje encarnado por Marlon Brando.
El papel de “Consiglieri” lo desempeñó indudablemente Vladimiro Montesinos Torres, alias “El doc”, configurado como un calco de Tom Hagen con su prominente calva, superando su actuación con una mirada más aviesa frente a la mansedumbre fría de de Robert Duvall.
El papel de Peter Clemenza le cae exacto al “general victorioso” Nicolás de Bari Hermoza Ríos.
Los caporeggimes, siguiendo con el orden siciliano, lo desempeñaban los generales Juan Rivero Lazo y Julio Salazar Monroe. En el siguiente escalón se ubican asesinos sin nombre como Santiago Martin Rivas y finalmente los soldados que vienen a ser los efectivos que perpetraron los crímenes de Barrios Altos, La Cantuta y otros, cuyos pormenores relatados en las audiencias del juicio, desquician la razón y ponen los pelos de punta porque nadie imaginó que el propio estado fuera capaz de tanta maldad, contra otros peruanos, por más que estuvieran equivocados.
Si observamos el trasfondo con más detenimiento, veremos que la organización de Fujimori se inclina más a la yakuza porque carece de la sutileza natural de los sicilianos, si no vayamos a un detalle solamente: los “killers” de Capone parecían músicos de una sinfónica por lo elegantes y llevaban las thompson en acolchados estuches de violín, hecho que la crónica negra denominó ”los violines de Chicago”. Los matones de Fujimori en cambio llevaban las AKM en un vulgar maletín deportivo y se disfrazaban de asaltantes camineros con pasamontañas.
A ocho años del término de la década del oprobio y la corrupción, vemos al jefe de la yakuza sentado en el banquillo de los acusados, simulando que no sabía nada de lo que ocurría o simplemente no lo recuerda, cuando, en el ejercicio del poder, declaraba a los cuatro vientos que él comandaba la lucha antiterrorista, tal como lo corrobora el asesino Santiago Martín Rivas en una entrevista concedida al periodista Umberto Jara:“¿Cree usted que un mayor y otros oficiales del ejército podrían haber cometido tantas muertes con total impunidad y luego ser premiados, ascendidos, reconocidos y amnistiados tal como ocurrió?”
Entre los miembros de la organización siciliana existe la ley del silencio u Omertá que sumían en la oscuridad los crímenes sucedidos en las ciudades de Chicago y Nueva York y aún estando en trance de muerte jamás delataban a su asesino. Los asesinos de Colina se asilan en la confesión sincera y la colaboración eficaz.
Naturalmente que en toda organización clandestina no existen órdenes por escrito y generalmente, el que ordena el asesinato se encuentra a muchas leguas de distancia del los hechos y cuenta además, con una coartada convincente. Capone se encontraba pescando pacíficamente en Miami Beach mientras sus sicarios ejecutaban la tristemente célebre “Matanza del día de San Valentín”.
Sin embargo, el abogado defensor del reo, César Nakazaki, alias “Juguete de perro”, por lo mascado, exige pruebas por escrito. Este señor decididamente cree que todos los peruanos somos ingenuos como los seguidores del japonés y cometemos el infantilismo de suponer que él no sabía nada de lo que pasaba.
Lo que es cierto es que, jurídicamente, quien, desde el poder, puede evitar estos rímenes y no lo hace, es punible de pena. En este caso Alberto Kenya Fujimori, Vladimiro Montesinos y Nicolás de Bari Hermoza Ríos, como autores intelectuales de la llamada guerra de baja intensidad, en la que pagaron las consecuencias hasta niños inocentes, deben ir a prisión. Las evidencias del juicio señalan a estos tristes personajes como los que indujeron, bajo el sórdido lema que “las órdenes se cumplen sin dudas ni murmuraciones”, a subalternos a matar.
El papel de “Consiglieri” lo desempeñó indudablemente Vladimiro Montesinos Torres, alias “El doc”, configurado como un calco de Tom Hagen con su prominente calva, superando su actuación con una mirada más aviesa frente a la mansedumbre fría de de Robert Duvall.
El papel de Peter Clemenza le cae exacto al “general victorioso” Nicolás de Bari Hermoza Ríos.
Los caporeggimes, siguiendo con el orden siciliano, lo desempeñaban los generales Juan Rivero Lazo y Julio Salazar Monroe. En el siguiente escalón se ubican asesinos sin nombre como Santiago Martin Rivas y finalmente los soldados que vienen a ser los efectivos que perpetraron los crímenes de Barrios Altos, La Cantuta y otros, cuyos pormenores relatados en las audiencias del juicio, desquician la razón y ponen los pelos de punta porque nadie imaginó que el propio estado fuera capaz de tanta maldad, contra otros peruanos, por más que estuvieran equivocados.
Si observamos el trasfondo con más detenimiento, veremos que la organización de Fujimori se inclina más a la yakuza porque carece de la sutileza natural de los sicilianos, si no vayamos a un detalle solamente: los “killers” de Capone parecían músicos de una sinfónica por lo elegantes y llevaban las thompson en acolchados estuches de violín, hecho que la crónica negra denominó ”los violines de Chicago”. Los matones de Fujimori en cambio llevaban las AKM en un vulgar maletín deportivo y se disfrazaban de asaltantes camineros con pasamontañas.
A ocho años del término de la década del oprobio y la corrupción, vemos al jefe de la yakuza sentado en el banquillo de los acusados, simulando que no sabía nada de lo que ocurría o simplemente no lo recuerda, cuando, en el ejercicio del poder, declaraba a los cuatro vientos que él comandaba la lucha antiterrorista, tal como lo corrobora el asesino Santiago Martín Rivas en una entrevista concedida al periodista Umberto Jara:“¿Cree usted que un mayor y otros oficiales del ejército podrían haber cometido tantas muertes con total impunidad y luego ser premiados, ascendidos, reconocidos y amnistiados tal como ocurrió?”
Entre los miembros de la organización siciliana existe la ley del silencio u Omertá que sumían en la oscuridad los crímenes sucedidos en las ciudades de Chicago y Nueva York y aún estando en trance de muerte jamás delataban a su asesino. Los asesinos de Colina se asilan en la confesión sincera y la colaboración eficaz.
Naturalmente que en toda organización clandestina no existen órdenes por escrito y generalmente, el que ordena el asesinato se encuentra a muchas leguas de distancia del los hechos y cuenta además, con una coartada convincente. Capone se encontraba pescando pacíficamente en Miami Beach mientras sus sicarios ejecutaban la tristemente célebre “Matanza del día de San Valentín”.
Sin embargo, el abogado defensor del reo, César Nakazaki, alias “Juguete de perro”, por lo mascado, exige pruebas por escrito. Este señor decididamente cree que todos los peruanos somos ingenuos como los seguidores del japonés y cometemos el infantilismo de suponer que él no sabía nada de lo que pasaba.
Lo que es cierto es que, jurídicamente, quien, desde el poder, puede evitar estos rímenes y no lo hace, es punible de pena. En este caso Alberto Kenya Fujimori, Vladimiro Montesinos y Nicolás de Bari Hermoza Ríos, como autores intelectuales de la llamada guerra de baja intensidad, en la que pagaron las consecuencias hasta niños inocentes, deben ir a prisión. Las evidencias del juicio señalan a estos tristes personajes como los que indujeron, bajo el sórdido lema que “las órdenes se cumplen sin dudas ni murmuraciones”, a subalternos a matar.
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