Por Ulises Marañón
Celendín, antaño tierra de cultura, siempre se caracterizó por lo castizo de sus orígenes y de su fabla. Hasta hace un par de generaciones, el celendino educado, con primaria y secundaria, había heredado de sus ancestros, entre otras cosas, un correcto uso del lenguaje, a tal punto que no tenía mayores problemas cuando se trataba de estudiar el idioma. La ortografía y las conjugaciones verbales, por ejemplo, eran nociones casi naturales y su estudio servía, en la mayoría de casos, para corroborar sus conocimientos.
Ahora hay alfabetos y hasta "doctores" que no entienden cuando leen un libro...
Aparte de esto (hablo de mi quinta), había por entonces, al lado de los jóvenes, una raza de hombres que ahora parece en vías de extinción: había maestros dignos del nombre, profesores que cifraban su orgullo en la buena redacción y ortografía de sus discípulos, y que realmente se preocupaban de que sus alumnos escribiesen con corrección, que hicieran de la lectura un hábito benéfico que finalmente contribuyera a su formación cultural.
Porque ése era el grandísimo secreto: los libros. Esa era la base del dominio de la lengua. Y eso lo sabían los maestros. A diferencia de lo que ocurre ahora, en que hay alfabetos y hasta "doctores" que no leen sino deletrean, hablar de un celendino en aquel entonces, en cualquier lugar y estamento, era hablar de alguien que "leía". Era por lo tanto hablar de una persona culta y conocedora, que eventualmente podía ser, además, talentosa.
Cómo olvidar a maestros que verdaderamente hacían de la ortografía un arte, un don que imponían a sus estudiantes, sabiendo que esa iba a ser su mejor tarjeta de presentación. Cómo olvidar, repetimos, a maestros como doña Victoria Díaz Mori, y, luego, en los años 50, a profesores como Víctor A. Camacho, Alfonso Peláez Bazán o José Alejandro Muñoz Chacón, a quien aterraba la sola idea de que alguno de sus alumnos cometiera incorrecciones ortográficas, y que cuando descubría una palabra sin tilde, por ejemplo, corregía el error con tamaña vírgula que los jóvenes no olvidaban jamás. Sin olvidar a José Pelayo Montoya, a Malena Peláez Pérez y tantos otros. La lista de los grandes maestros celendinos es muy larga. Ellos formaron a su pueblo y creyeron en el futuro..., sin saber lo que se venía.
Ahora no hay libros ni familiaridad con las novelas, la poesía, los ensayos, la historia, con las obras diversas que formaron el alma enriquecida de los celendinos de otra época. Ahora hay modernidad, una "modernidad" que, mal que les pese a los "modernos", con frecuencia rima con "bestialidad". ¿Exagero...? No tanto.
Celendín no ha podido resistir a la actual ola de analfabetismo y está corriendo al precipicio cultural como todo el resto del país. Los libros y la cultura son cada vez más vistas, por algunos, como antiguallas, cosas de otro mundo, casi de marcianos. Hemos comprobado con alarma que esta caída en picada se ha acentuado peligrosamente en los últimos años, tanto a nivel individual y particular como a nivel de las instituciones oficiales. Así tenemos que proliferan funcionarios, de alta y baja estofa, que manejan una ortografía y una gramática que son para llorar.
Y qué decir de la redacción de ciertas páginas que algunos servicios cuelgan en internet, sin hablar de los libelos y pasquines "basura", dizque periodísticos, que circulan por ahí, anónimos y cobardes, vía Hotmail. Los textos aparecen como si, so pretexto de ahorrar tiempo, hubieran sido escritos no con el cerebro y con los dedos de las manos sino sólo con los dedos de los pies. Sus autores no tuvieron suerte, no tuvieron los maestros de antes, que les prescribieran la lectura como medio de hacerse de un lenguaje y una escritura correctas. Son los analfabetos funcionales de hoy.
Son los huérfanos de la "modernidad". ¿Los libros?, los olisquean. Sus escuelas y universidades han sido las cabinas de internet, y el "chat"...
Porque ése era el grandísimo secreto: los libros. Esa era la base del dominio de la lengua. Y eso lo sabían los maestros. A diferencia de lo que ocurre ahora, en que hay alfabetos y hasta "doctores" que no leen sino deletrean, hablar de un celendino en aquel entonces, en cualquier lugar y estamento, era hablar de alguien que "leía". Era por lo tanto hablar de una persona culta y conocedora, que eventualmente podía ser, además, talentosa.
Cómo olvidar a maestros que verdaderamente hacían de la ortografía un arte, un don que imponían a sus estudiantes, sabiendo que esa iba a ser su mejor tarjeta de presentación. Cómo olvidar, repetimos, a maestros como doña Victoria Díaz Mori, y, luego, en los años 50, a profesores como Víctor A. Camacho, Alfonso Peláez Bazán o José Alejandro Muñoz Chacón, a quien aterraba la sola idea de que alguno de sus alumnos cometiera incorrecciones ortográficas, y que cuando descubría una palabra sin tilde, por ejemplo, corregía el error con tamaña vírgula que los jóvenes no olvidaban jamás. Sin olvidar a José Pelayo Montoya, a Malena Peláez Pérez y tantos otros. La lista de los grandes maestros celendinos es muy larga. Ellos formaron a su pueblo y creyeron en el futuro..., sin saber lo que se venía.
Ahora no hay libros ni familiaridad con las novelas, la poesía, los ensayos, la historia, con las obras diversas que formaron el alma enriquecida de los celendinos de otra época. Ahora hay modernidad, una "modernidad" que, mal que les pese a los "modernos", con frecuencia rima con "bestialidad". ¿Exagero...? No tanto.
Celendín no ha podido resistir a la actual ola de analfabetismo y está corriendo al precipicio cultural como todo el resto del país. Los libros y la cultura son cada vez más vistas, por algunos, como antiguallas, cosas de otro mundo, casi de marcianos. Hemos comprobado con alarma que esta caída en picada se ha acentuado peligrosamente en los últimos años, tanto a nivel individual y particular como a nivel de las instituciones oficiales. Así tenemos que proliferan funcionarios, de alta y baja estofa, que manejan una ortografía y una gramática que son para llorar.
Y qué decir de la redacción de ciertas páginas que algunos servicios cuelgan en internet, sin hablar de los libelos y pasquines "basura", dizque periodísticos, que circulan por ahí, anónimos y cobardes, vía Hotmail. Los textos aparecen como si, so pretexto de ahorrar tiempo, hubieran sido escritos no con el cerebro y con los dedos de las manos sino sólo con los dedos de los pies. Sus autores no tuvieron suerte, no tuvieron los maestros de antes, que les prescribieran la lectura como medio de hacerse de un lenguaje y una escritura correctas. Son los analfabetos funcionales de hoy.
Son los huérfanos de la "modernidad". ¿Los libros?, los olisquean. Sus escuelas y universidades han sido las cabinas de internet, y el "chat"...
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