miércoles, 22 de julio de 2009

ESTAMPA: El hombre lobo en Celendín

Por Jorge A. Chávez Silva, “Charro”
Hace poco oí una canción que lleva el peregrino título de “El Hombre Lobo en París”. Al escuchar su “filosófica” poesía, he caído en cuenta que vivimos en una época prosaica en donde los valores y temores andan totalmente trastocados: ahora hasta los niños nacen descreídos, pues, aparte del lobo de la Caperucita Roja, no le temen a nada ni a nadie.
Desde que la caja boba interrumpió la paz de nuestros hogares, los espantos tradicionales y monstruos universales como Drácula, Frankestein, el Doctor Calígari, Nerón, mister Jekill y los árbitros de fútbol, se han devaluado completamente; tanto, que ya no sirven más para lo que fueron creados: para asustar a los niños reacios a tomar la sopa, o a ir a la cama a hacer tuto.
Actualmente estos horrorosos personajes, causantes de nuestras pesadillas de ayer, aparecen como seres pusilánimes y cómicos, tan tímidos, que se asustan del susto que producen en los demás. Los párvulos se burlan de ellos, sin asustarse en lo mínimo de sus horribles rostros…¡No señor, no hay derecho!!...¡No nos pueden quitar nuestros espantos!... ¡No pueden borrar de la memoria a nuestros monstruos, fantasmas, duendes y compañía!... ¡Exigimos devolución!
Las cosas han llegado a tal punto que cuando hablamos a los niños de nuestros espantos folclóricos como el guacrayo, la minshulay, el caiguash, la coche con crías, el cochero del diablo que pasea de noche por la plaza, el carbunclo y toda la corte del terror, nos miran como a una anacrónica pieza de museo. Es más, creo que ahora que Celendín está iluminado, habrán emprendido las de Villadiego todos esos seres tenebrosos que medraban en la oscuridad.
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Que lejano está el tiempo en que de la mano de mi pequeño hermano asistimos al viejo cinema “El Carmen” a ver un film que precisamente llevaba ese título: “El hombre lobo”. Tratábase de una cinta en blanco y negro, cuyo argumento se basaba en la búsqueda emprendida por un científico de un remedio que aliviara a la humanidad de una terrible enfermedad como ahora la gripe porcina. Para sentir el efecto tomó una de las pastillas experimentales y al rato comenzó a sentir cambios en su organismo. Le crecían cerdas por todo el cuerpo, las manos se le crispaban y sus uñas se transformaban en garras, las orejas le crecieron en forma puntiaguda y su rostro monstruosamente deformado lo hacían horroroso y temible; un auténtico lobo mitológico, espantoso y sediento de sangre. Urgido por un atávico impulso, catalizado por la luna, acechaba a sus víctimas en lugares insospechados, propinándoles horrible fin.
Una vez saciada su sed de sangre, volvía a la normalidad, sin acordarse de nada. Lo grave era que se había convertido en un adicto y le era imposible dejar la droga, con lo que el número de víctimas crecía ante el desconcierto de la policía que no atinaba a encontrar al culpable.
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Mi hermano tenía un carácter apacible y social, salvo cuando, por alguna circunstancia se alteraba. La ira o el temor lo hacían proferir las palabras más obscenas y hasta llegar a la agresión. Era el típico nervioso, como candelilla de castillo que en cuanto le acercan el fuego explota. Cuando vio la primera transformación del desdichado científico, puso los ojos como platos, presa del pánico, empezó a temblar como si tuviera la terciana y llorando gritaba:
-¡Achichín…! ¡Achichín…! ¡ ¡El hombre lobo…, el hombre lobo…! ¡Carajo..., m…!
Sorprendido por su pánico y para que me dejara ver con tranquilidad la película le aconsejé:
-¡No lo mires, no lo mires, cuando aparezca, voltea la cara!
Así lo hizo en la siguiente transformación, pero el pánico colectivo le hizo volver el rostro y… quedó convertido en piedra, como un monumento al miedo.
-¡Achichín…! ¡Achichín…! ¡Carajo, junagram…! -gritaba buscando por donde huir.
-¿Sabes qué? Le dije tratando de calmarlo- cada vez que veas que el HL toma la píldora… ¡zas!...inmediatamente te metes debajo de la banca y así no lo miras ¿ya?
A partir de ese momento y cada vez que el científico tomaba la droga, se metía debajo de la banca y al cabo de un momento, sacando tímidamente la cabeza preguntaba:
-¿Ya se fue el HL...?
Cuando le indicaba que sí, salía de su escondrijo y, a sobresaltos, volvía a espectar el film.
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Una de las escenas de mayor suspenso sucedía mientras mi hermano estaba a buen recaudo bajo la banca. El hombre lobo, acechaba entre los árboles de un apacible parque londinense. De pronto, por uno de los senderos, aparece una linda mucama empujando un coche cuna en el que juguetea un hermoso bebé…¡delicado y fino platillo para tan horrible ser! La luna llena, atravesando entre nubes iluminaba a intervalos la escena. Cuando la tragedia parecía consumarse y los desdichados irían a parar en las babeantes fauces del hombre lobo, hizo su parición un policía de abultado casco, haciendo girar su bastón al compás de una alegre tonadilla. El monstruo se retrajo y se retiró. Creí pasado el peligro y que el fallido asesino buscaría otra ocasión propicia; pero no contaba con la astucia de los magos del suspenso, como se verá más adelante:
-¿Ya se fue el HL? -preguntó mi hermano con voz trémula.
-Ya -asentí- ya puedes salir.
Estábamos viendo la película, cuando de pronto, la escena vuelve al susodicho parque y al alejarse el policía canturreando, hace su aparición el hombre lobo, más feroz y sediento que nunca, se acerca a sus inocentes víctimas que no lo han advertido y… ¡Zas…zas…pum…pum! Dolorosos puñetazos que me caían indistintamente por la cara y el estómago me sacaron bruscamente de mi hipnosis. Era mi hermano, que en un ataque de pánico y furia, me agredía:
-¡Achichín…! ¡Achichín…! ¡El HL… no se ha ido…! ¡Carajo, junagram…! ¡Carajo, concha...!
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Decididamente, deberían volver aquellos dichosos tiempos en que tales monstruos efectivamente hacían un efecto terrorífico verdadero.

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