Por Crispín Piritaño
Había una vez en la gran ciudad de Limonta, un flautista llamado Pepeká, que tocaba siempre más por amor al dinero que a la música. Su largo cuerpo semejaba una gigantesca flauta, aunque el calibre y dirección de su apéndice nasal lo hacían parecerse a un fagot, con lengüeta y todo.
Pepeká tocaba de preferencia en los salones dorados de los llamados clubes financieros, cuyo público sabe poco de Beethoven pero trasmina a colonia Paco Rabanne, lleva trajes de Armani, zapatos de Salvatore Ferragamo y luce relojes Rolex de 30 mil dólares.
Desde muy niño, su madre lo llevó a un maestro suizo para que lo iniciara en la flauta. Ella decía que la flauta estaba en los genes de su familia y su recuerdo más añorado era el del abuelo tocando la flauta en Polonia. Pepeká hubiera preferido tocar el violín o el contrabajo, pero su mamá lo amenazaba con privarle de jugar en el parque si no completaba su lección cotidiana de flauta.
Su especialidad era la música clásica, de 'chambre', y era muy exclusivo, pero podía condescender en algunos casos a ejecutar un tango arrabalero, aunque descender a un lacrimoso vals callejonero o a un huayno del Ande, nunca jamás.
Le gustaba el público para quien tocaba, pues, aparte de escucharlo, podía entablar con ellos jugosos negocios millonarios que pronto lo convirtieron en un potentado y un técnico en finanzas internacionales, por lo que se adscribió al Banco Mundial y se especializó en propinar recetas a los países tercermundistas que vivían del crédito. La flauta la siguió tocando como un hobby relajante.
Por entonces le agarró fobia a todo aquél o aquella que amenazara la paz de su mundo dorado y a mirar con desconfianza a cualquier espécimen que tuviera algún tufillo progresista, ya no marxista-leninista, y hasta lo verde lo veía rojo si creía que algo podía molestar a sus amigos inversionistas. Todo ente sospechoso era, en su concepto, una rata.
Pepeká conocía perfectamente el poder que tienen las flautas sobre esos inmundos roedores y decidió librar de esa plaga al país del que soñaba ser algún día presidente, para convertirlo en el paraíso de las inversiones privadas porque, desde niño, aprendió ese concepto de que “El Perú es un mendigo sentado en un banco de oro” y había que aprovechar esta condición y servirse.
Decidido a actuar, empezó tocando por las calles de su barrio y contra su creencia de que no podía haber roedores por allí, una legión de ratas lo seguía y se engrosaba a medida que pasaba por otros barrios de menor cuantía.
Pepeká suponía que las ratas que iban detrás tenían etiquetas como Sutep, CGTP, MNI, Patria Roja, SL, MRTA y hasta de los gremios de microbuseros y mototaxis, y se entusiasmó tanto que decidió acabar con todos.
Cual no sería su sorpresa al ver que entre las ratas que lo seguían estaban don “Bieto” Químper y su socio Rómulo Ratón, muchos congresistas del partido de la estrella, ratones con uniforme y hasta el chino Fujimori, su gemelo Montesinos y su corte de esperpentos, entre los que destacaba la china Keiko y el maquisapa Raffo. Más atrás llegaba el Tucancito, el de los pecadillos, y, finalmente, una rata gorda y gigantesca que llegaba a duras penas a rodar y que se parecía mucho al inquilino de Palacio. Quiso comprobarlo, pero lo distrajo una ratón blanco que hablaba raro a causa de una sinusitis crónica, que le hizo recordar a Stuart.
El roedor le dijo que vivía en Magdalena del Mar y lo guió hacia el océano. Asustado de que murieran sus amigos subió al acantilado y arrojó desde allí la flauta y vió con horror que todas se abalanzaron al fondo tras de ella y él mismo, sin sospechar que su destino estaba sutilmente ligado a su flauta, resultó cayendo al mar. Lo último que pudo ver Pepeká en su caída fue una bandada de aves con alas rojas y pecho blanco que volaban sobre un horizonte sereno, como indicándole que el Perú volvía a renacer, a empezar otra vez su historia.
¡SOLANO OYARCE, DEVUELVE LA CALLE QUE LE ROBASTE A CELENDIN!
Había una vez en la gran ciudad de Limonta, un flautista llamado Pepeká, que tocaba siempre más por amor al dinero que a la música. Su largo cuerpo semejaba una gigantesca flauta, aunque el calibre y dirección de su apéndice nasal lo hacían parecerse a un fagot, con lengüeta y todo.
Pepeká tocaba de preferencia en los salones dorados de los llamados clubes financieros, cuyo público sabe poco de Beethoven pero trasmina a colonia Paco Rabanne, lleva trajes de Armani, zapatos de Salvatore Ferragamo y luce relojes Rolex de 30 mil dólares.
Desde muy niño, su madre lo llevó a un maestro suizo para que lo iniciara en la flauta. Ella decía que la flauta estaba en los genes de su familia y su recuerdo más añorado era el del abuelo tocando la flauta en Polonia. Pepeká hubiera preferido tocar el violín o el contrabajo, pero su mamá lo amenazaba con privarle de jugar en el parque si no completaba su lección cotidiana de flauta.
Su especialidad era la música clásica, de 'chambre', y era muy exclusivo, pero podía condescender en algunos casos a ejecutar un tango arrabalero, aunque descender a un lacrimoso vals callejonero o a un huayno del Ande, nunca jamás.
Le gustaba el público para quien tocaba, pues, aparte de escucharlo, podía entablar con ellos jugosos negocios millonarios que pronto lo convirtieron en un potentado y un técnico en finanzas internacionales, por lo que se adscribió al Banco Mundial y se especializó en propinar recetas a los países tercermundistas que vivían del crédito. La flauta la siguió tocando como un hobby relajante.
Por entonces le agarró fobia a todo aquél o aquella que amenazara la paz de su mundo dorado y a mirar con desconfianza a cualquier espécimen que tuviera algún tufillo progresista, ya no marxista-leninista, y hasta lo verde lo veía rojo si creía que algo podía molestar a sus amigos inversionistas. Todo ente sospechoso era, en su concepto, una rata.
Pepeká conocía perfectamente el poder que tienen las flautas sobre esos inmundos roedores y decidió librar de esa plaga al país del que soñaba ser algún día presidente, para convertirlo en el paraíso de las inversiones privadas porque, desde niño, aprendió ese concepto de que “El Perú es un mendigo sentado en un banco de oro” y había que aprovechar esta condición y servirse.
Decidido a actuar, empezó tocando por las calles de su barrio y contra su creencia de que no podía haber roedores por allí, una legión de ratas lo seguía y se engrosaba a medida que pasaba por otros barrios de menor cuantía.
Pepeká suponía que las ratas que iban detrás tenían etiquetas como Sutep, CGTP, MNI, Patria Roja, SL, MRTA y hasta de los gremios de microbuseros y mototaxis, y se entusiasmó tanto que decidió acabar con todos.
Cual no sería su sorpresa al ver que entre las ratas que lo seguían estaban don “Bieto” Químper y su socio Rómulo Ratón, muchos congresistas del partido de la estrella, ratones con uniforme y hasta el chino Fujimori, su gemelo Montesinos y su corte de esperpentos, entre los que destacaba la china Keiko y el maquisapa Raffo. Más atrás llegaba el Tucancito, el de los pecadillos, y, finalmente, una rata gorda y gigantesca que llegaba a duras penas a rodar y que se parecía mucho al inquilino de Palacio. Quiso comprobarlo, pero lo distrajo una ratón blanco que hablaba raro a causa de una sinusitis crónica, que le hizo recordar a Stuart.
El roedor le dijo que vivía en Magdalena del Mar y lo guió hacia el océano. Asustado de que murieran sus amigos subió al acantilado y arrojó desde allí la flauta y vió con horror que todas se abalanzaron al fondo tras de ella y él mismo, sin sospechar que su destino estaba sutilmente ligado a su flauta, resultó cayendo al mar. Lo último que pudo ver Pepeká en su caída fue una bandada de aves con alas rojas y pecho blanco que volaban sobre un horizonte sereno, como indicándole que el Perú volvía a renacer, a empezar otra vez su historia.
¡SOLANO OYARCE, DEVUELVE LA CALLE QUE LE ROBASTE A CELENDIN!
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